Tenía un fondo de sentido común -y quizá ese mismo fondo aflore en un futuro menos convulso- la sugerencia de Iñigo Urkullu a Artur Mas de unir fuerzas y propiciar una transformación del modelo de estado desde el liderazgo respectivo de las dos realidades nacionales -nacionalidades históricas las llama la Constitución del 78- con bagaje histórico y jurídico más contundente, como son Euskadi y Catalunya. Lo propuso el lehendakari hace año y medio largo en un encuentro entre ambos y el president catalán se limitó a hacer acuse de recibo, como acredita que eligiera el camino que le ha traído hasta el día de hoy sin que por parte de Mas haya habido respuesta específica. Silencio administrativo.
Queda poco margen, a la vista del proceso de investidura interruptus, para darle al diseño del proceso de desconexión el beneficio de la previsión. No parece que en este año y medio transcurrido desde aquella conversación haya habido una solvencia y una premeditación en cada uno de los pasos de este proceso que disipe definitivamente la duda de una improvisación preocupante. Qué motivos han motivado lo ocurrido no serán sencillos de explicar. Desde luego no tan sencillamente como pretender que el impulso popular ha sido tan imparable como para provocar que los políticos renuncien a prever escenarios, eludir callejones sin salida y asegurar el bienestar de los ciudadanos. Porque hoy estos tres factores se han incumplido. Si un escenario era previsible cuando se convocaron las elecciones plebiscitarias era que las generales no iban a celebrarse antes. Por tanto, no habría un nuevo gobierno en España ante el escenario de desconexión. Esto es fundamental porque ese escenario se previó en un plazo de año y medio y abierto, preferentemente, a una negociación que evitara incertidumbres y choques traumáticos. Pero el callejón sin salida vigente parece aconsejar retrasar la investidura de Artur Mas al año que viene. Un flaco favor a la estabilidad de la situación interna e internacional del proceso catalán. Y al bienestar de los ciudadanos cuyos servicios y sueldos públicos dependen hoy de un fondo que debe liberar Cristóbal Montoro o, en el mejor de los casos, su sucesor.
La euforia no es buena consejera y, visto el panorama social, económico y político no ya en el Estado sino, sobre todo, internacional, la mera voluntad y el derecho de ser Estado no va a mantener en pie a Catalunya. Sin entrar a valorar el favor absurdo que todo esto le hace electoralmente al PP. De todo el proceso está emergiendo un referente que no ganó las últimas elecciones ni ganará las próximas: la CUP. Se ha hecho con un protagonismo que le hace imprescindible aunque fueron los primeros en aplazar el momento de la independencia en virtud de los resultados del 27-S, lo que situó su prioridad en lograr la cabeza de Mas. Pero incluso éste es hoy condición necesaria pero no suficiente. Todos están midiendo mal los tiempos y tendrán que explicar por qué. Está Catalunya como para envidiar su proceso. No digamos ya para copiarlo.