Lo volveré a escribir mil veces de distinta manera, pero con la plena convicción de que no hay otro camino hacia la reparación y cierre de las heridas que ha provocado la violencia en nuestro país: lo que equipara a las víctimas no es figurar en una u otra lista, ni el orden en el que aparezcan, ni si están más juntas que separadas, o más revueltas que ordenadas. No son las siglas del criminal, ni su uniforme, ni la causa que adujeron para cometer esos actos lo que une a esas víctimas. No, lo que equipara a las víctimas es la violencia que sufrieron, la vulneración de los derechos humanos. Si no se atiende al elemental principio de que la misma vulneración precisa la misma reparación va a ser imposible avanzar.

Por eso, esa placa que inaugura algo que aún no ha empezado y que ha sido retirada en Gasteiz por un incumplimiento administrativo al no figurar en euskera, no debería volver a ser colocada en el futuro Memorial de Víctimas mientras esos principios tan básicos no guíen su patronato. Aún estamos a tiempo; lo que dudo es que haya voluntad para hacerlo.

Escribí hace unos meses, a propósito de la entrega de los premios René Cassin de Derechos Humanos, que el PP estaba manejando mal esta cuestión tan delicada, que su cicatería hacia determinadas víctimas era inexplicable -o con intenciones no confesables- y mantenía abiertas heridas que es necesario cicatrizar.

Todo lo que hemos visto en estos cuatro meses desde aquella ausencia incomprensible y ofensiva hacia víctimas que habían decidido participar en programas de conciliación ha ido encaminado en una misma dirección: forzar la ley hasta negar indemnizaciones, ningunear a quienes consideran que son víctimas de segunda, poner obstáculos para la recuperación de la memoria colectiva respecto a episodios silenciados durante décadas, etc. Todo ha ido en esa misma dirección.

Es cierto que esta actitud cicatera con las víctimas tiene su correspondencia: aún estamos esperando aquel famoso lenguaje renovado que anunció Sortu y que iba a permitir, a juicio de su presidente, un avance que permitiera dar pasos en el seno de la ponencia de paz y convivencia del Parlamento Vasco. Pero parece que unos y otros, ahí lo siento pero sí toca equiparar, han decidido que esta cuestión puede hacer ganar o peder un puñado de votos, una cohesión interna que podría sufrir alguna fisura en un año electoral. Y toca, por lo tanto, enrocarse.

Pero la sociedad va más rápido y aunque haya quien está dispuesto a poner palos en las ruedas, mi impresión es que se van quedando solos en una radicalidad impostada y disfrazada, eso sí, de grandes principios dirigidos a sus parroquias. Alargar esa situación, retrasar el esclarecimiento de la verdad, negar lo que ha sucedido en comisarías y cuarteles, las disculpas públicas por silencios cómplices ante los asesinatos... seguir así no conduce a nada bueno. No es bueno porque no permite colectivamente cerrar una época negra y porque puede suceder que cuando lo intenten, ya no nos importe a nadie salvo a ellos mismos.

No puedo evitar la sensación de que estamos perdiendo no solo el tiempo, sino una magnífica oportunidad que nos permitiría cohesionar la sociedad vasca del futuro, sin reproches ni persecuciones; una sociedad en la que definitivamente la violencia, también la verbal, sea sustituida por el diálogo.