Compareció Rajoy el miércoles después de meditar tras la celebración catalana del 9-N. Anticipo que dos millones y cuarto de votos no me parecen un fracaso, por mucho que comparta que no había garantías de control de ese voto y que la exaltación de la voluntad nacional catalana a través del ejercicio de la libre decisión de ese día -en la que participaron también quienes fueron a votar que no a la independencia y no sé si cayeron en la cuenta- no constituya una legitimación mayoritaria con calado jurídico. Lo dicho por el presidente español está más que analizado, ponderado o vapuleado según el barrio. Más allá de lo obvio, me queda la impresión de que Rajoy salió a construir un relato electoral de garante de la unidad nacional española y a esquivar los bofetones del ala más radical de la derecha española, que parece ahora mismo mayoritaria a juzgar por el ruido que hace.

Resulta constatable que lo segundo no le salió ni medio bien, pues siguen reprochándole blandura de manos los que reclaman construir otros 500 años de “historia común” manu militari o manu iuris, que viene a ser el procedimiento por el que el Gobierno español acosa al rival político a través de la Fiscalía. Ahora bien, lo primero -el relato electoral- lo cuadró. Nadie, salvo Rosa Díez, le va a disputar el discurso explícito de la unidad del pueblo español en términos de soberanía pues hasta el PSOE traga saliva y se ampara en la reforma federal, aunque nadie dé un duro por ella.

Pero hizo algo más el presidente español. Invirtió la carga de la necesidad del vínculo entre Catalunya y España con una argumentación que responde a la realidad de la coyuntura pero no al fondo de la realidad. “En una situación crítica para las finanzas de la Generalitat -dijo Rajoy- ha sido el Gobierno de la Nación el que ha puesto en marcha mecanismos de liquidez que han permitido financiar los servicios públicos esenciales, atender a los vencimientos de la deuda de la Generalitat y pagar a sus proveedores”. Traducido: su dependencia económica de España hace inviable su proyecto de Estado. Elude Rajoy una verdad subyacente: la insostenible estructura de financiación de las autonomías procede del fracaso del modelo de desarrollo español, incapaz de homogeneizar territorialmente el Estado en términos económicos, sociales y de eficiencia de la administración.

Cuando Rajoy recuerda a los catalanes que su deuda se paga con dinero del Estado oculta la propia aportación de la productividad catalana. Igualmente, cuando a Euskadi se le enfoca hacia el déficit de una balanza propia de la Seguridad Social, se solapa el superávit de aportaciones al fondo de garantía que, en media de entre 400 y 500 millones de euros anuales, aportaron trabajadores y empresas de la Comunidad durante los años anteriores a la crisis del sistema. Todo el sistema, por cierto.

Cojamos el guante de la sostenibilidad económica de Catalunya. Pongamos el caso -y a lo mejor es mucho poner- de que cesaran las amenazas de boicot a sus productos y no se produjera la fuga de aquellas empresas dirigidas por Consejos que sólo acuden a Barcelona un par de veces al año. Pongamos que Catalunya -o Euskadi- se desenvolvieran en un entorno de lealtad y juego limpio mutuo con España. Y pongamos sobre la mesa algunos datos.

En el último ejercicio cerrado -2013- Catalunya fue la primera comunidad en aportación al PIB español (18,8% del total). Su población supone el 16% del total del Estado y su renta per cápita es la cuarta en el ranking, superada sólo por la CAV, Nafarroa y Madrid, en ese orden descendente. Por su parte, el peso de Euskadi constituía el 6,1% del a economía del Estado y el 4,65% de la población. Dicho sea de paso, nuestro índice del imputación sobre el que se fija el Cupo sigue invariablemente en el 6,24% y Madrid mantiene su criterio divergente sobre el modo de calcularlo pero no quiere oír hablar de modificar ese coeficiente. En resumen, en el debate del reconocimiento nacional de Euskadi y Catalunya, España no se juega la honra y los barcos, sino la propia sostenibilidad de su estructura socioeconómica. Redondeando, sin contar a Nafarroa, el escenario de la ruptura dejaría al Estado sin uno de cada cuatro euros pero con cuatro de cada cinco ciudadanos. No parecen mimbres para considerar que el Estado menos viable sea precisamente el catalán.

Otra cosa es que en Catalunya, pasado el 9-N, huela a elecciones. Plebiscitarias, constituyentes o autonómicas, pero elecciones al fin. Muy civilizadamente, Artur Mas y Oriol Junqueras se han despedido del frente común sin perderse la cara. El president tiene una postura de fuerza que no se atisbaba hace dos meses. ERC no quiere reforzarle más. Y ambos están a punto de reducir el 9-N a un placebo justo antes de someter a sus ciudadanos a otro tenso periplo electoral. El tercero en cuatro años. Y esta inestabilidad también es un factor que cuestiona la viabilidad del proyecto nacional catalán.