El tiempo sigue avanzando hacia ese 9 de noviembre marcado, y bien marcado, en el calendario. Estamos a poco más de tres semanas para la fecha señalada. Estamos a poco más de una campaña electoral del día previsto?si nos encontráramos en un sistema democrático comme il faut. Pero a estas alturas, somos conscientes de que la democracia que tenemos, resulta un tanto sui géneris en el momento en que quien lo gestiona cree que se han traspasado determinadas líneas rojas, muchas veces imaginarias. Con el 9-N ya al alcance de la mano, y con el contraste reciente que la comunidad internacional al completo ha tenido ocasión de experimentar en Escocia, la prohibición de facto por parte del Estado español de la consulta en la que el pueblo catalán pretende determinar su futuro, nos lleva a que el escenario de posibilidades siga abierto a estas alturas.
Porque esa es la clave de todo el asunto: la cerril negativa española, no ya a aceptar el resultado de un pronunciamiento democrático en las urnas, sino a permitir, por si acaso, que los catalanes tengan la oportunidad de plasmar su voluntad en las mismas. Esta misma semana hemos sido testigos de cómo han cambiado las tornas en muy poquitas horas, las que transcurrieron entre el anuncio de Artur Mas de que no se podría celebrar la consulta tal y como estaba concebida, hasta que el president de la Generalitat avanzó las líneas de actuación para cumplir el mandato del Parlament de que el Pueblo se pronuncie. De la misma forma, en esas horas vimos cómo la euforia inicial de la caverna político mediática que presentaba prematura e imprudentemente a un Mas mordiendo el polvo de la derrota, mostrando una vez más ese atávico gen español de humillar al adversario en cuanto huele una presunta victoria, se transformaba en pataleo nervioso al comprobar que el mango de la sartén sigue en Barcelona y no en Madrid, volviendo a tratar de dibujar a Mas como un dirigente enloquecido.
Al tratar de simplificar los análisis políticos y pretender ridiculizar a un presunto enemigo con nombre y apellido para tratar de canalizar la ira de la plebe, el Gobierno español comete un tremendo error al personalizar el proceso catalán en Artur Mas. Ojalá para ellos fuese un problema tan sencillo como algo planteado por un dirigente político como ellos dicen enloquecido, o si se tratara de un tema introducido en la agenda política por un dirigente solo y sin apoyos. El Gobierno español se empeña en equivocarse de adversario, porque la tozuda realidad se empeña en mostrarle qué es el proceso soberanista catalán y quién está detrás. Y esa respuesta no le gusta en absoluto. Artur Mas no es el problema. El verdadero problema para ellos es que el president se empeña en cumplir con su labor: obedecer un mandato parlamentario. Para ello tiene a su lado a las tres cuartas partes del Parlament y a una sociedad civil movilizada y que se muestra en la calle con cifras de seis ceros cada vez que tiene oportunidad.
Ese es el problema del Estado español. Pero sobre todo, el verdadero problema es su estrecho concepto de la democracia, recientemente aprendido y más por necesidad de adaptación que por convicción. El pueblo catalán se empeña en decidir su futuro y busca legitimar ese proceso de manera legal, mientras pueda, a pesar del empeño español en impedírselo. La consulta alternativa y las elecciones plebiscitarias son el camino marcado. Que nadie le facilite al Gobierno español la única baza que le queda: la del divide y vencerás. Todos a una.