Desde 2012, circulaba por Zarzuela un estudio titulado Monarquías como marcas corporativas, dirigido por el profesor John M.T. Balmer, de la Universidad británica de Bradford. En él, analizaba las fortalezas y debilidades de las casas reales europeas. Entre sus activos, el informe enumeraba por ejemplo la estabilidad política que proporcionan al Estado o su refuerzo de la imagen exterior del país. Sin embargo, el estudio afirmaba que si las monarquías deterioran su reputación y prestigio por conmociones internas, si pierden el favor de la calle, están abocadas al ocaso.
A nadie se le escapa el vía crucis por el que atravesaba el rey desde que el 18 de abril de 2012 tuviera que pedir perdón diciendo aquello de "lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir", antes de salir del hospital tras romperse la cadera durante un viaje secreto a Botsuana para cazar elefantes. Cada vez que aparecían nuevas informaciones sobre el caso Nóos que perjudicaban a Urdangarin, al rey le martilleaban en el tímpano sus palabras la Nochebuena de 2011 ("la Justicia es igual para todos") pensando que nunca afectarían a una de sus hijas.
Nadie obvia el calvario que suponía para Zarzuela examinar con lupa los resultados de cada CIS. Había estudios en los que la ciudadanía valoraba más a los inspectores de Hacienda que al rey. El 7,4 sobre 10 de 1995 se había convertido para la Corona en un 3,72. Con más de 5 millones de parados, no resultaba creíble eso que proclamó en su 75º cumpleaños: "falta una España más igualitaria". Había calado ya la sensación de que, mientras unos se levantan de madrugada para ir a trabajar, otros se lo llevan crudo.
En los últimos años se había reaccionado para aliviar la presión a la que estaba sometida esta olla pero ha servido de poco. La Casa Real se veía obligada, por ejemplo, a abrir su libro de cuentas para explicar en qué se gasta los 8.434.280 euros que recibe al año de los Presupuestos Generales del Estado. Era la primera vez que la institución desvelaba sus finanzas.
Los últimos cinco meses han servido para establecer una estrategia que el hartazgo social, la cuestión catalana, los resultados del 25-M y el golpe al bipartidismo han precipitado. El rey cae y lo hace de pie. La sociedad ya no le quiere. El rey cae con los principales partidos todavía fuertes. Con capacidad legislativa. Quien da primero, da dos veces. Y cuando Rajoy apela a la "serenidad" y el rey a "una nueva generación", asumen implícitamente que algo no iba bien y que podía ir a peor. Y dejan escrito el guión a su sucesor. Le señalan con el dedo lo que jamás debe hacer con una institución cuya imagen está deteriorada.
El rey se va dejando todo atado. Lo decidió en enero y en abril el Gobierno del PP incluía en la condición de aforados a la reina y los Príncipes de Asturias. El rey abdica. Bélgica y Holanda le han enseñado el camino. La Transición ha terminado. ¿Significa la abdicación que se debe producir un reseteo institucional? ¿existirá consenso?
Felipe VI tendrá que revitalizar una Monarquía que no suscita el mismo grado de aceptación que en los 80. Su generación protesta contra él en la calle. Por eso, debería comenzar su reinado con una renuncia voluntaria a cualquier privilegio o con un impulso a reformas que le legitimen para un nuevo contrato de servicio público con la sociedad. Será el rey más joven de Europa. Sabemos cómo está la institución pero no la hoja de ruta que le llevará supuestamente a esa "estabilidad" de la que habla su padre.