LA semana no podía haber sido más turbadora para la memoria reciente de nuestro pueblo. El trigésimo aniversario del secuestro, tortura, asesinato y enterramiento en cal viva de Joxean Lasa y Joxi Zabala se ha conmemorado con documentales, entrevistas, tertulias y reportajes en todos los medios de comunicación. Se han revivido aquellos episodios espeluznantes sin omitir detalles, y la ciudadanía ha vuelto a estremecerse ante semejante alarde de crueldad.
Como una hiriente casualidad, esta dolorosa efemérides coincidía con la concesión de la libertad condicional al exgeneral de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo, organizador, patrocinador y responsable máximo de uno de los crímenes más repugnantes de la guerra sucia emprendida desde las cloacas del Estado contra la actividad terrorista de ETA. El horror de recordar los detalles espantosos de los asesinatos de los dos jóvenes tolosarras se hacía coincidir treinta años después con la afrenta de proclamar con firma y sello la libertad del ejecutor, una libertad de la que apenas fue privado cuatro años a pesar de haber sido condenado a 75.
Para que no faltase de nada, estos mismos días ha saltado a los medios como salido de las cavernas del pasado José Amedo Fouce, uno de los más despreciables rufianes que desde su oficio de policía pre y post-franquista, para presentar su libro Cal viva en el que da cuenta -a su manera, claro- del chapucero pero horroroso episodio de los GAL.
La ferocidad de la práctica antiterrorista se ha equiparado con frecuencia en crueldad a la violencia ejercida por ETA, con la diferencia de que esta ha sido perseguida policial y judicialmente mientras que la primera ha sido amparada por la cobertura de los aparatos del poder. Pero esta diferencia no se tiene en cuenta para nada cuando persiste el empeño de que las verdaderas víctimas son unas, y no las otras.
Este interés por monopolizar el dolor para unas víctimas y ningunearlo para otras es uno de los escollos más difíciles de salvar en el proceso de paz y reconciliación en el que estamos embarcados. Los excesos del partidismo político han creado en nuestra sociedad vasca un abismo capaz de provocar la insensibilidad ante tanto dolor cuando se trata del dolor ajeno. Cada bando llora a los suyos y permanece impasible ante el sufrimiento de los otros.
Estremece recordar aquellos años de plomo en los que se celebraban de tapadillo en nuestras iglesias los funerales de policías y presuntos confidentes asesinados por ETA, mientras se homenajeaba con huelga general a militantes de ETA asesinados o muertos en acción. Estremece igualmente saber que se aplaudían en España los asesinatos de los GAL, o del Batallón Vasco Español, o de la Triple A, mientras se reprimía con fiereza cualquier expresión de solidaridad con los militantes muertos y se castigaba a sus familias dificultándoles los trámites o incluso hostigándolas.
Han pasado los años, los peores años, pero aún persiste el empeño por diferenciar a las víctimas como si hubiera categorías en el dolor. Se pretende establecer por decreto que las víctimas verdaderas eran las de un lado, las causadas por la violencia de ETA. Para los colectivos que las controlan, las otras víctimas no existen, no son tales. Es decir, el dolor de las madres y familiares de Lasa y Zabala, por poner un ejemplo, no merece ser tenido en cuenta y por eso no constan como víctimas.
El dolor de quienes sufren la muerte injusta de un familiar no puede estar clasificado por la ideología de la víctima, ni ser reconocido oficialmente o no por la cantidad del dolor acumulado. Por supuesto, son muchas más las víctimas causadas por la acción de ETA que las atribuidas a las diferentes siglas correspondientes a la guerra sucia acometida por el Estado y son distintos los fundamentos ideológicos que las produjeron. Pero cuando se trata de recuperar un espacio común de convivencia, es necesario un esfuerzo de empatía, de respeto por el dolor ajeno que desgraciadamente no se aprecia en colectivos como la AVT que insiste en no reconocerlo y pretende monopolizar el sufrimiento de forma excluyente.
Ni el monopolio vengativo de la AVT, ni el reconocimiento despiadado del dolor causado que expresó ante el tribunal Garikoitz Azpiazu, Txeroki, dolor reducido a sólo las víctimas "que no tenían que ver con el conflicto".
Quizá tarde y con demasiado rencor acumulado se reconoció y amparó a las víctimas de ETA. Las circunstancias políticas sumaron a ese tardío reconocimiento ambiciones partidarias, medros personales y un muro de intransigencia. Las mismas circunstancias arrinconaron legalmente a las otras víctimas, entre ellas las que hemos recordado tanto esta última semana, que quizá fueron arropadas por un muro de crueldad, de indiferencia y hasta de ensañamiento.
Solo el reconocimiento y el respeto por el dolor ajeno pueden tender los puentes necesarios para superar el abismo abierto en nuestro pueblo por quienes sufrieron tan de cerca las violencias que lo han asolado durante tantos años.