volví sobre Max Weber cuando al leer Anatomía de un instante, de Javier Cercas, el autor describía a Adolfo Suárez y resaltaba esa picaresca que le permitió engañar a franquistas y comunistas al mismo tiempo. Explica Cercas que Suárez tenía una intuición, propia de un falangista de provincias con ambición, que le llevaba a comportarse con lo que el filósofo alemán definió como "la ética del político".

¿Tienen los políticos una ética diferente a la de sus gobernados? Según Weber, sí; no sólo lo defiende, sino que lo considera una cualidad imprescindible para que un político sea un buen gobernante. Este no deberá guiar sus actos por una ética estricta que los demás exigimos (añado yo que con cierta hipocresía) sino que está obligado a flexibilizarla para buscar el bien último. Es terreno resbaladizo, porque linda con lo de el fin justifica los medios.

No hablamos de la permisividad con el choriceo, ni mucho menos, sino de la comprensión hacia decisiones políticas complejas. El pensador, a quien debemos gran parte de los fundamentos que rigen nuestra cosa pública, teorizaba sobre actuaciones políticas que se repiten de forma cotidiana en nuestras democracias. Esta misma semana en Euskadi, sin ir más lejos ni geográfica ni temporalmente. Un acuerdo como el suscrito por PNV y PSE supone que sus protagonistas deban desdecirse de algunas palabras que fueron pronunciadas con profunda convicción y hasta defendidas con arrojo. Por ejemplo, que la subida de impuestos no ayudaría a la mejora de la situación económica. PNV dixit. O qué decir de la denigración radical, y a menudo insultante, del nacionalismo vasco en la que estaba instalado el socialismo tradicional en la última década. Pero el acuerdo al que hemos asistido, mitad esperanzados y mitad desesperanzados, busca un fin último superior a esta pequeña trampa ética. Por eso es bueno, por eso hacen una trampa que yo no me atrevo a criticar con el criterio de la pureza ideológica. ¿Cuál es el fin que justifica este quiebro a lo que eran principios hasta ayer inamovibles? Si hablo en primera persona, ninguno a corto plazo. Sigo pensando lo mismo de los actores de lo que pensaba antes de verlos firmar el pasado lunes. Pero, si pienso en la sociedad vasca, la cuestión se diluye y gana relieve. Necesitamos estabilidad para ser mejor gobernados, para mantener un suelo estable en época de sismos, para construir una vía (¡qué buena moda!) de la que aún estamos lejos, para entendernos cuando dejamos de hablar solamente entre los nuestros, para no perder tiempo en debates estériles, para abordar esas grandes cuestiones que tienen que ver con nuestra manera de estar en el mundo con la serenidad necesaria. Salto de la lectura de Cercas a la conversación que mantuve el miércoles con Abel Barriola en el txoko Santa Cruz de Galdakao. Hablábamos de deporte, de la tipología del deportista de élite. Abel, todo un descubrimiento para mí, charlaba de sus andanzas por los bosques de Leitza, del agobio de Nadal, con el que coincidió en Valencia recuperándose ambos de una lesión, por el enorme séquito que le ahoga. Y allí debió ser donde escuchó la diferencia entre homogéneos y cruzados que paso a explicar según se la entendí al pelotari.

Los primeros, los homogéneos son zagueros, defensas si lo trasladamos al fútbol, segurolas en nuestro habla coloquial. Ganan antes de acabar el partido cuando su tenacidad se impone al desquicie del rival; pero no ponen a la grada en pie. Son los preferidos de los que apuestan. Los cruzados son los Martínez de Irujo, que entra en locura y rompe un partido como Atila arrasaba dominios y enciende la locura de los aficionados. Pero todo cruzado necesita aprender de un homogéneo y viceversa. Barriola, homogéneo según confesión propia, mejoró cuando decidió ser un poco cruzado, atreverse con el gancho que nunca intentaba, colgar la dejada imposible, apurar la chapa y sentir el jaleo tras la genialidad inesperada; ahí fue cuando ganó público y caché. Me pareció una parábola; hasta él me la hizo notar: "Xabier, para la política de la que hablas a la mañana es lo mismo".

La historia demuestra que nuestros mejores políticos han sido homogéneos cruzados o cruzados homogéneos. Aquellos que han limado lo puro para ganar en lo práctico, pero que al mismo tiempo no pierden de vista los ideales finales. Vamos, los que no se han comportado, en sentido literal, como cretinos.