me reconozco abúlico como ciudadano. Al votar delego en mis representantes la capacidad para incidir en la marcha de los asuntos públicos. No es que no me interesen esos asuntos. Me interesan, pero no lo suficiente como para dedicarles el escaso tiempo del que dispongo ni, las más de las veces, el necesario conocimiento. Sospecho, además, que lo mismo ocurre a otra mucha gente. Elegimos a nuestros representantes en las varias instancias políticas con que contamos, y confiamos en que ellos lo harán lo mejor posible y lo más ajustado a nuestras apetencias o intereses. Y si, transcurrida la legislatura o mandato, no nos gusta lo que han hecho, no les volvemos a votar, y asunto resuelto.
Por eso me produce cierto desasosiego eso que llaman "participación ciudadana". Hay quienes, con el propósito de que nuestros asuntos vayan como ellos piensan que deben ir, intentan incidir en la marcha de las cosas, influyendo y tratando de condicionar las decisiones que vayan a tomar los representantes -concejales o parlamentarios- elegidos en las urnas. Tienen dos cosas que a los demás nos faltan: tiempo para dedicarlo a sus afanes participativos, y la energía necesaria para ello. Pero, a cambio, a esas personas no les podemos pedir cuentas, porque no son responsables de sus actuaciones ante nadie.
Similar desazón me provocan algunas movilizaciones callejeras, sobre todo cuando se refieren a cuestiones sectoriales o particulares. Ocurre con frecuencia, sobre todo en relación con ciertas infraestructuras o con asuntos de carácter urbanístico, que un grupo de ciudadanos o de vecinos se considera especialmente concernido o afectado por algún propósito de la administración y, en consecuencia, decide manifestarse para oponerse a la actuación proyectada.
No suelen ser movilizaciones masivas, pero obran una suerte de "milagro de los panes y los peces", porque lo que en un primer momento no era más que un grupo de personas que se oponen a algo, acaban siendo -por arte de birlibirloque mediático- "los vecinos", o más aún, "el barrio", y dependiendo de para quién, pueden llegar a ser hasta "el pueblo".
Se trata de una peculiar forma de sinécdoque, ese tropo que consiste en tomar el todo por la parte o la parte por el todo. En este caso, la parte sería el grupo de vecinos y el todo, "el barrio"; o la parte sería el grupo de personas, y el todo, "el pueblo". A veces, ha llegado a ser "el pueblo vasco", todo él.
La mayoría, esa mayoría "abúlica" o silenciosa a la que pertenezco, confía en que las cosas, finalmente, se harán como han de hacerse, que suele ser como se proyectan. Y por esa misma razón no se manifiesta, no organiza caceroladas, ni va a concentraciones. Pero a veces las cosas salen mal. ¿Se acuerdan del tranvía al bilbaíno barrio de Recalde? Los que estaban a favor no se manifestaron. Los que estaban en contra sí lo hicieron. El resultado es que a Recalde no va ningún tranvía. Pero tampoco llegará el metro, como ya advirtiese -clarividente- el alcalde Azkuna. Y no, eso no ha supuesto ningún ahorro de importancia, porque la obra del tranvía ya estaba adjudicada y la empresa adjudicataria no ha dejado de cobrar el beneficio que le hubiera correspondido: "lucro cesante" lo llaman. La culpa la tiene un simple tropo artera pero sabiamente utilizado. Y es que detrás de cada una de esas peculiares -pero nada inocentes- sinécdoques suele haber algún interesado: un partido, un sindicato, un club de fútbol una asociación filatélica, o -vaya usted a saber- ¡hasta el mismísimo pueblo vasco!