CUANDO el 22 de septiembre de 2008 se anunció que Carlos Dívar era el elegido por Zapatero para presidir el CGPJ, fueron muchos los sorprendidos por la designación de un hombre conocido sobre todo por sus profundas convicciones religiosas. El Poder Judicial, entonces como ahora, atravesaba una etapa de turbulencias, por lo que la elección de Dívar (Málaga, 1941) fue entendida como solución de consenso, ya que su perfil no suscitaba recelos -al contrario- en el PP. Aún así, causaba extrañeza la decisión de poner al frente del tercer poder del Estado a alguien ajeno a la política judicial y que tampoco contaba con un prestigio indiscutible en el seno de la carrera.

Y es que Dívar podía alardear en 2008 de una larga trayectoria en la Audiencia Nacional, donde llevaba 28 años, los últimos siete como presidente, pero a nadie se le ocultaba que era fundamentalmente un juez de instrucción, que nunca había formado parte de un tribunal colegiado y que, por tanto, jamás había puesto una sentencia. Además, Dívar no contaba -tampoco ahora- con la categoría de magistrado del Supremo, el órgano que se encuentra en la cúspide de la estructura judicial y cuya presidencia iba a ejercer también como consecuencia de su nombramiento al frente del CGPJ.

Pero los focos de los que Dívar ha huido toda su vida se posaron sobre él hace 23 días, cuando el vocal José Manuel Gómez Benítez le denunció ante la Fiscalía por los gastos derivados de una veintena de viajes realizados en fin de semana a Marbella durante los últimos tres años. Tal vez cegado por su repentina exposición a la luz pública, el presidente del CGPJ no supo reaccionar con rapidez, trató de atajar la polémica con una nota de prensa y tardó 23 días -hasta ayer- en comparecer ante la prensa para responder exactamente seis preguntas en la que ha sostenido su virtud y, pese al escándalo, no ha admitido ni haber cometido pecado venial.