Las eternas negociaciones entre israelíes y palestinos han vuelto a las portadas internacionales esta semana. Primero en Sharm El Sheik (Egipto), y después en Jerusalén, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y el presidente palestino, Mahmoud Abbas, se vieron cara a cara durante la segunda ronda de diálogo directo promocionada por Estados Unidos. George Mitchell, enviado especial norteamericano para Oriente Próximo, se ha convertido en la voz del proceso. Washington ha sellado la boca de las dos partes para evitar que las filtraciones condicionen un diálogo que, objetivamente, obedece más a la agenda de Barack Obama que a la existencia de condiciones reales. A pesar de todo, Mitchell se ha mostrado optimista. Y esto choca con la reacción general que las negociaciones han provocado en las sociedades israelí y palestina, que se mueven entre la indiferencia y el rechazo. Según las encuestas, todos dicen que quieren la paz, pero nadie se fía y duda de que la otra parte esté comprometida con ella.
Durante esta semana, el mensaje lanzado por los medios de comunicación ha sido unánime: hay posibilidades de lograr un acuerdo en un año. Michell y la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, no se han cansado de repetirlo. Nuevamente, las palabras clave han sido "colonias", "territorios", "refugiados" o "capital". Palabras que significan algo más que ideas que plasmar en un documento y que, tanto en Israel como en los territorios ocupados, tienen nombres y apellidos. Curiosamente, pocos medios han puesto su foco en las personas que simbolizan cada uno de los asuntos a discutir. Si lo hubieran hecho, se habrían dado cuenta de que la esperanza lanzada por el discurso oficial norteamericano no se sostiene en boca de un colono, de un refugiado o de un palestino de Jerusalén Este al que le han expulsado de su vivienda. No se trata de poner en el mismo nivel a un colono y a un refugiado. Porque no son lo mismo ni están en las mismas condiciones. Pero especular sobre una solución que no tenga en cuenta a los implicados siempre será un ejercicio incapaz de traer justicia a la región.
"¿Cómo voy a creer en las negociaciones cuando vivo aquí y ni siquiera se me permite cruzar esa calle?", aseguraba Walid, un ingeniero palestino que trabaja en la reconstrucción de varias casas frente a la colonia urbana de Hebrón. Era martes, 14 de septiembre, y Abbas y Netanyahu se veían las caras en Egipto. Pero a escasos metros de Walid, cuatro patrullas del Ejército protegían a la decena de autobuses de ultrarreligiosos que habían aprovechado una de las festividades judías para desplazarse a Hebrón como muestra de apoyo a los 500 colonos que se atrincheran en la ciudad vieja.
Un día después, en las calles de Jerusalén, poca gente podría pensar que el presidente palestino se encontraba de visita en la residencia oficial del primer ministro israelí. La única pista era el colapso de tráfico por el centro de la ciudad provocado por las calles cortadas para permitir el paso de los coches oficiales. Aunque, en realidad, ni eso, porque la circulación por Jerusalén nunca ha sido algo muy fluido. Frente a la oficina de Netanyahu, apenas una decena de colonos se concentraron para exigir más construcciones en Cisjordania. Frente a ellos, la familia de Gilad Shalit, el soldado prisionero en Gaza, que lleva acampada ahí desde febrero. La expectación de Oslo y la fe en el diálogo se han diluido con cada encuentro frustrado. Después del acuerdo noruego llegó Wye, Hebrón, Taba. Y después Camp David. Y después, una década de hablar sin ningún resultado con Intifada de por medio. Así que, a ambos lados del muro, indiferencia. De hecho, tampoco en Cisjordania se han celebrado movilizaciones masivas; ni a favor, ni en contra. El pesimismo y la apatía dominan la vida política de este territorio ocupado, donde la deriva autoritaria de la Autoridad Palestina trata de acallar cualquier disidencia.
Colonias
El malabarismo de Netanyahu
"Las negociaciones van a ser un vacile, Israel se va a pensar mucho en dar algo a los palestinos". José es un hombre entrado en años al que le cuesta reconocer dónde vive con su mujer y el único hijo que todavía no se ha casado. Nació en Melilla, pero lleva ya una década como colono en los territorios ocupados. "Vivo por ahí", señala, junto al asentamiento de Efrata, cerca de Belén, donde 7.000 israelíes se han comido una pequeña colina de Cisjordania con sus construcciones blancas y de tejado rojo que rompen el paisaje de un modo artificial, como si las hubiesen colocado allí con helicópteros. Para José, que fue militar en la España franquista y también sirvió en el Ejército hebreo, hablar de paralizar las colonias es una ofensa a la lógica. "Yo no sé por qué llaman a esto territorios ocupados. Esto ha sido Israel de toda la vida y se llama Judea y Samaria", asegura, con una mezcla de ignorancia soberbia y desprecio por las resoluciones internacionales.
José sólo es uno entre ese medio millón de israelíes que se ha atrincherado en Cisjordania y Jerusalén Este. No están dispuestos a abandonar unas viviendas que han servido para afianzar la supremacía israelí, aunque ahora sean el primer obstáculo para proseguir con las negociaciones. Hace diez meses, Netanyahu firmó a regañadientes un congelamiento parcial de las construcciones. Pero el plazo expira en dos semanas y el primer ministro tiene que hacer malabares entre personajes como José, que tienen una fuerte influencia en el Gobierno, y la comunidad internacional, que le insta a detener las colonias.
"Las conversaciones de Oslo sólo dieron más fuerza a la Yihad internacional", aseguraba Noam Arnon, un colono de Abraham Avinu, en Hebrón, mientras participaba en la construcción simbólica de un nuevo outpost (asentamiento ilegal) en las afueras de Kiryat Arba, otra colonia israelí. Era 1 de septiembre y, un día después, Abbas y Netanyahu tenían previsto reunirse en Washingon. La jornada anterior, cuatro compañeros de Arnon habían muerto en una acción armada reivindicada por Hamas. "El primer ministro es un hombre débil, está cediendo a la presión de los norteamericanos", sentenciaba Arnon, que ha dedicado toda su vida al desarrollo del asentamiento de Hebrón, uno de los más conocidos por la extrema violencia con la que sus inquilinos hostigan a la población local.
"No podemos dejar de construir y mucho menos marcharnos", insiste Verónica Mapdal, una argentina de 39 años que después de ejercer como profesora de informática en una universidad de París decidió hace dos años lanzarse a la colonización de los territorios ocupados por motivos "religiosos e ideológicos". Cuando el argumento es que Dios entregó esta tierra a Abraham según un libro escrito hace más de 4.000 años, resulta difícil discutir. Ahora, Mapdal vive con su marido (abogado neoyorkino) y sus tres hijos en el asentamiento de Ofra, a medio camino entre Ramallah y Nablus. "Nos marchamos de Gaza y sólo hemos recibido cohetes y terrorismo. No podemos cometer el mismo error", sentencia. Resulta difícil pensar que cualquiera de estas personas abandonará voluntariamente los lugares donde residen. Así que quizás ha llegado el momento de preguntar por qué un palestino no puede asentarse en Tel Aviv.
Refugiados
El "después lo hablamos" que sigue olvidado
"Nadie puede negociar nuestro derecho a volver a casa". Kareem Amira, de 37 años, es director del centro juvenil del campo de refugiados de Aida, en Belén. Su familia procede de Deir Aban, una aldea situada al sur de Jerusalén y cuyos habitantes fueron expulsados durante lo que los palestinos conocen como la Nakba, el desastre que supuso la destrucción de 532 poblaciones y el exilio de más de 600.000 personas en 1948. Entre ellos, el abuelo de Amira, que llegó a Aida en 1952. Desde entonces, los refugiados y sus descendientes se han diseminado, en mejores o peores condiciones, por los campos de Gaza, Cisjordania, Jordania, Siria y Líbano. Para ellos, cualquier acuerdo que no recoja su derecho a volver a casa será inaceptable.
Lo cierto es que su demanda está avalada por la ONU, que recogió en su resolución 194 su derecho a retornar a sus pueblos originarios. Aunque muchos de ellos ya no existen. Pero como explica José, el colono melillense, "eso sería un problema demográfico". El regreso de los hijos y nietos de los exiliados, que ya suman 5 millones, según los datos de la UNRWA (agencia internacional que se ocupa de los refugiados palestinos), supondría un vuelco a la balanza del estado que se define como "judío". Por eso, esta cuestión siempre se ha quedado en un segundo plano en todas las conversaciones desde Oslo. Un "mejor ya lo discutimos luego" que no enturbiase el apretón de manos. Así que los refugiados no se fían. "No nos piden nuestra opinión porque saben que estamos en contra", asegura Amira, que denuncia que la situación en los campos empeora "día a día". En Aida, por ejemplo, viven 5.000 personas en un perímetro de apenas 0,7 kilómetros cuadrados. Y en ese reducido espacio se concentran todos los símbolos de la ocupación: uno de sus laterales está delimitado por el muro. Tras el hormigón, las tierras con olivos cedidas por la iglesia Armenia, ahora en tierra de nadie porque los palestinos no están autorizados a acercarse a ellas. Y, de frente, la colonia de Gilo, con sus grandes bloques de viviendas blancas que se comen el territorio palestino.
Nadie acierta a adivinar qué consecuencias traería un acuerdo que no contemple las reivindicaciones de los refugiados. Aunque Amira lo tiene claro. "Habrá una guerra. Estoy dispuesto a coger las armas de nuevo. No vamos volver a convertirnos en conejos que huyen", dice.
Jerusalén
El diálogo desde una tienda de campaña
Nasser Ghawi cumplió un año en la calle el pasado 2 de agosto. En 2009, un grupo de colonos expulsó a Ghawi de la vivienda en la que residían en Sheikh Jarrah, un barrio de Jerusalén Este. Con él tuvieron que marcharse 38 miembros de los Ghawi y los Hanoun, otra familia palestina. Desde entonces, se ha plantado en una tienda de campaña frente a su antiguo domicilio hasta que le devuelvan ese apartamento que su padre adquirió en los años 50 a cambio de renunciar a su carné de refugiado. Pero ahora ha vuelto a la situación previa. No se fía de los israelíes, pero tampoco de la Autoridad Palestina. "No se han preocupado de mí", asegura, sentado, como siempre, en un sofá desde donde mira fijamente a la entrada de su domicilio.
La situación de Ghawi, de 47 años, simboliza el hostigamiento al que están sometidos los más de 200.000 palestinos de Jerusalén Este, la zona árabe de la ciudad santa. Ocupada militarmente en 1967 y anexionada de forma ilegal en 1981, el estatus de Jerusalén está pendiente de ser discutido desde 1993, el año en el que se firmaron los acuerdos de Oslo. Aunque los israelíes ya han dejado claro que no hay nada sobre lo que hablar. De hecho, su única oferta ha sido renombrar Abu Dis y rebautizarla como Al Quds (Jerusalén en árabe). El problema es que Abu Dis es un municipio diferente, ubicado más cerca del muro que de la ciudad santa.
Como Ghawi, decenas de familias viven bajo la amenaza de ser expulsadas. Sólo en Silwan, 88 viviendas tienen orden de demolición, lo que dejaría en la calle a 1.500 personas. "Quieren crear un cinturón libre de palestinos alrededor de la ciudad vieja", denuncia Daoud Ghoul, miembro del comité popular de Silwan, desde el interior de una enorme jaima que acoge los actos de protesta organizados por los vecinos que se niegan a abandonar sus viviendas para que éstas sean sustituidas por un parque en honor al rey David. Los incidentes con los colonos son habituales. El último, hace dos semanas, cuando un grupo de israelíes trató de asaltar la mezquita.
Las buenas palabras y el optimismo de los micrófonos dejan paso a los hechos sobre el terreno. Y eso que las colonias, Jerusalén y los refugiados son sólo algunos de los temas que Netanyahu y Abbas han discutido esta semana. Por el momento, la ley del silencio norteamericana ha sido eficaz y no ha trascendido nada sobre el nivel de acuerdo alcanzado. Pero hablando por las calles de Jerusalén, Hebrón, Ofra, Efrata o Aida, queda claro que el mensaje oficial de George Mitchell sigue estando muy lejos de lo que ocurre a ras de suelo.