a realidad acostumbra a ser muy puñetera y ayuda a que la cotidianidad se transforme en un ejercicio propio de titanes. No es para menos. Atender al trabajo, a la familia, a los asuntos domésticos y a los requerimientos ciudadanos supone una carga que, en ocasiones, hay hombros humanos que no son capaces de aguantar. Lo escribo así porque, según pasan las semanas de este estatus de desconcierto generalizado que nos invade como sociedad y que amenaza con llevarse por delante la cordura de la raza, se hace más fácil encontrarse comportamientos que se salen de lo habitual. No hace más de tres horas he sido testigo de cómo un hombre de mediana edad, aparentemente cuerdo y estable, gritaba con frenesí a un cajero automático que, por lo visto, le había concedido de mala gana el dinero que había solicitado previamente. Menos guapo, la retahíla de improperios hacia el ordenador de la entidad bancaria ha incluido todos los descalificativos que el idioma castellano permite. Ha llegado a tal punto la situación que, incluso, un estibador llegaría a ruborizarse ante semejante despliegue dialéctico. Pero, aparte de la anécdota, no me extrañan actitudes como la descrita, ya que la presión que resiste el común de los mortales por algún sitio tiene que estallar. l