egresando el viernes de madrugada a casa tras el clásico empacho de todos los años en Nochevieja, se me caía el alma a los pies. Por segundo año consecutivo, calles prácticamente desérticas, bares con la persiana echada, un ambiente lúgubre y, en definitiva, un paisaje desolador sin la clásica alegría que debería abanderarnos a todos por estas fechas para celebrar la llegada del nuevo año. La pandemia sigue arrancando de cuajo nuestras ilusiones y tradiciones. El problema es que no vemos la luz al final del túnel. Cerca de dos años de hartazgo que están provocando un cansancio psicológico brutal. El miedo sigue entre nosotros y la incertidumbre es máxima a todos los niveles. Por eso, a este 2022 tan solo le pido que, de una vez por todas, recobremos la normalidad y nos devuelva todo aquello bueno que nos robó. Eso sí, todos debemos poner de nuestra parte. A los ciudadanos poco más se nos puede exigir ya. Son nuestras cabezas pensantes las que deben ponerse las pilas. Algunas decisiones que, por acción u omisión, están adoptando nuestros dirigentes políticos para gestionar la pandemia tampoco están ayudando en nada a sobrellevar esta delicada situación. Mis abuelos me contaron en su día batallas de la guerra. Nosotros también podremos contar a nuestros nietos este horror.