l pasado sábado rompí mi sequía de salidas nocturnas que se prolongaba desde hace más de dos años. Aunque me he vuelto uno de esos carrozas al que eso de dejarme llevar y aparcar por unas horas mi estrés laboral ya no me motiva tanto como antaño -a decir verdad siempre he sido de los de bailar en la barra evitando hacer el ridículo más de lo estrictamente necesario-, muy de vez en cuando toca rememorar aquellos viejos tiempos de desenfreno. Estaba avisado de lo que me encontraría porque más de uno me había puesto en canción: un frío que pela a altas horas de la madrugada, interminables colas para entrar en los bares que ponen a prueba la paciencia de uno y, sobre todo, desmadre absoluto en el interior de los mismos sin prácticamente nadie portando la mascarilla. Ni adultos bien entrados en años ni mucho menos los más jóvenes. En efecto, todo transcurrió como había previsto. Por un lado, es entendible que los más ociosos estén hasta el gorro de esta situación. Sin embargo, reclamaría algo de cabeza fría porque una nueva ola parece estar llegando cada vez con más fuerza. El aumento de casos se ha disparado en los últimos tiempos y lo cierto es que viendo algunas imágenes no me extraña. Por cierto, yo también debo hacer autocrítica porque la mascarilla no se despegó de mi bolsillo.