y, qué cruz! Me siento como un guiñapo. Tengo el cuerpo como si, de repente, me hubiera dado un tabardillo y hubiera corrido tres maratones extremos por el desierto calzando unos castellanos apretados y vistiendo un chándal de esparto. Supongo que es el precio que hay que pagar por inmunizarse ante el covid del demonio. Ya lo advertía la cuartilla informativa que te dan los sanitarios en el vacunódromo del frontón de Lakua. Los efectos secundarios tras recibir la segunda chanda de la Pfizer con los brazos abiertos pueden convertir al ser humano que la recibe en poco más que un burruño durante unas horas. Y en esas estamos, con una cajita de paracetamol como compañera de sufrimientos y con bastones hasta en los dedos, que también padecen de agotamiento mientras trato de escribir estas cuatro líneas. Sin embargo, y pese a todo, la sensación tras los pinchazos de rigor es casi de alegría exultante. De no ser por las contraindicaciones que imponen la lógica, la educación y la inteligencia, sería capaz hasta de chupar las barandillas de un centro comercial frecuentado por miles de personas. Extravagancias aparte, supongo que más pronto que tarde pasará esta crisis, pese a los machacones intentos de algunos por evitarlo.