ún no sé qué demonios está pasando, pero hace unos días llegué a sentirme oriundo de ciudades como River Falls, Oconto, La Crosse o Buffalo City, todas ellas, orgullosas ciudades del no menos orgulloso Estado de Wisconsin. Me faltó, quizás, un sombrero de cowboy, un par de botas facturadas con piel de serpiente, una decena de salchichas, una docena de bolsas de picatostes variados y tantas latas de cerveza como las que un ser humano de brazos generosos puede abarcar para acabar de creerme el papel. Sin embargo, y pese a esas deficiencias, ya me sé al dedillo la vida personal y la profesional de Tom Brady, quarterback estrella de los Tampa Bay Buccaneers y MVP de la última Super Bowl. Y eso que pensaba que no sabía y que no me importa lo más mínimo quién es quién en eso que los norteamericanos llaman football y que aquí, en Europa, no deja de ser un sucedáneo deportivo a mayor gloria del American way of life. Pese a ello, hay que reconocer que los hijos del Tío Sam son los amos y señores del marketing y que gracias a ello han logrado colonizar al mundo entero exportando sus anécdotas culturales, su simbología y su forma de entender un mundo cada vez más uniforme y con menos salero, en el que nos toca respetar el papel de consumidores.