y, qué cruz. Sin tiempo para desembarazares de la segunda ola del coronavirus del demonio, ya estamos inmersos hasta las trancas en la tercera que, si Dios no pone remedio, va a ser de aúpa, con cepas extranjeras campantes y a sus anchas, con una presión hospitalaria al límite del aguante del personal sanitario, saturado ya de la inconsciencia del común, con una mortandad en auge y, nuevamente, con miles de puestos de trabajo en el aire a la espera de que alguien -quien sea- sea capaz de adoptar medidas eficaces de una vez por todas en la lucha contra la pandemia sin atender únicamente a las estrategias políticas y/o electorales. En este punto, precisamente, es donde tiendo a crisparme porque no soy capaz de entender cómo es posible que suceda lo que nos ocupa desde hace casi un año. Sé que no es fácil gestionar la situación, pero me da a mí al hocico que a muchos de los encargados de pelearse con la infección el puesto les queda como hecho a medida para otras fiestas que poco o nada tienen que ver con la salud pública. En fin, imagino que mi hartazgo con el presente es similar al de muchos que ya están hasta el copete de escuchar la retahíla de aquellos que no entienden que la salud es lo primero. Por favor, que se lo hagan mirar.