y, qué cruz! Esta pandemia me está empezando a minar la moral. Y no ya por sus consecuencias económicas, sociales y sanitarias, que son de aúpa y que aún no hemos conseguido cuantificar en su verdadera dimensión, sino porque cada vez que se me ocurre disfrutar de mi café matutino en el trabajo, se me queda cara de pasmado. Ya escribí en esta sección hace unos días que, como acto reflejo, cuando llega la hora de desconectar ligeramente de la rutina laboral acostumbro a abandonar mi puesto de trabajo, a ponerme toda la ropa posible encima para sobrevivir al tiempo gasteiztarra y, sin solución de continuidad, a desvestirme y volverme a sentar tras comprender que las barras de mis locales de referencia están cerradas como medida para tratar de luchar contra la expansión del bicho del demonio. Para más inri, ahora que he descubierto los pedidos para llevar, he tenido que respetar religiosamente una cola de desesperación, casi de racionamiento, bajo un calabobos incesante hasta alcanzar la puerta del bar y pedir la consumición que, dicho sea de paso, he tenido que beber de manera casi clandestina entre unos soportales, muy al estilo del botellón juvenil. Es evidente que hay cosas a las que no me acostumbraré en la vida.