ún tengo los pelos como escarpias allá donde la providencia ha querido conservar una parte ínfima de lo que otrora fue un pelaje digno de mención y que hoy sólo es añoranza. Acabo de releer la intervención de Cayetana Álvarez de Toledo en el Congreso de los Diputados y no he conseguido salir de mi asombro. Más allá de las estrategias políticas que buscan tensar la cuerda hasta límites insospechados y que aspiran indisimuladamente por la gresca y la bronca, por recuperar fantasmas del pasado y por el peor, mejor, como armas electorales, lo de la portavoz popular fue histórico, o histérico, según se mire. No dudó en defender su acusación de terrorista refiriéndose al padre del vicepresidente Pablo Iglesias y en defender la vigencia de sus palabras ante la presidencia de la Cámara, que decidió eliminarlas de la transcripción de la jornada legislativa. Con un par. Sin despeinarse y sin apenas agitación. Con frialdad. Desde luego, en este terruño hay gente para todo y seguro que la mano derecha de Pablo Casado tiene clubes de fans por doquier. No lo dudo. No obstante, creo firmemente que en política y en la vida hay que huir de aquellos que no son capaces de abrir la boca sin soltar veneno y que confunden el debate con el insulto.