He estado durante las últimas horas un tanto huérfano de las tradicionales referencias deportivas profesionales de carácter local. Acostumbrado a bregar cada semana con las andanzas de Alavés y Baskonia día sí y casi día también, los fiascos de los azulgranas, que no han acertado a sacar el billete para la Copa del Rey de Málaga, el momentáneo parón de la Euroliga de baloncesto, en tregua técnica para facilitar el desarrollo de competiciones nacionales, y la lasitud competitiva del Glorioso, cuya actividad se circunscribe ya exclusivamente a los fines de semana, me han reorganizado la agenda hasta el punto de sufrir algo parecido al síndrome de abstinencia. El otro día, sin ir más lejos, me descubrí expandido en el sofá de mi casa disfrutando con un partido de fútbol televisado en el que se enfrentaban dos escuadras que, siendo justos, sigo tanto como el desarrollo embrionario de las larvas del mejillón cebra en ambientes acidófilos. Supongo que, al final, me arrepentiré de echar de menos el deporte profesional, pero es que su profusión ha logrado convertir a la humanidad -salvo nueva orden, me incluyo en ella- en una especie de zombis hambrientos por consumir los productos de la industria del ocio deportivo, que ya es insustituible.