No sé a ustedes, pero a mí me ha surgido un Pepito Grillo junto a la oreja que, como el prurito provocado por un sarpullido, me reconcome por dentro. Les cuento. Supongo que será por mi ausencia de oído adiestrado o por mi incapacidad de expresarme más allá de mis deseos, pero la realidad es que mi inglés carece del refinamiento adecuado y que cada vez que hablo cuatro palabras en el idioma de Shakespeare lo hago con un fuerte acento, muy propio de las afueras de Tiñosillos, provincia de Ávila. Cuando eso ocurre, se pone en marcha un extraño mecanismo que obliga a a los que me rodean a corregirme y tratar de amoldar mi pronunciación chabacana para enclaustrarla dentro de los cánones dictados por la corrección académica pertinente. Y así, una y otra vez, sin descanso, cada vez que chapurreo en una lengua que, para desgracia de medio planeta, es utilizada a destajo por unos y otros para vender ideas, conceptos y todo tipo de productos. Supongo que lo de usar los anglicismos como gancho es una estrategia de marketing estudiada hasta la saciedad por gente sagaz y erudita, pero, permítanme el consejo, hay veces que uno está mucho más guapo hablando sin forzar el morro para parecer lo que no se es. Good morning.