Si algo dejó patente el debate televisivo entre cinco de los candidatos que se presentan a las Elecciones de Diputados y Senadores a Cortes Generales (en definición de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, en su artículo Primero) del próximo domingo, además de la ya habitual escasez de propuestas en torno a cuestiones relacionadas directa o indirectamente con el para la sociedad maltrecho estado de bienestar y libertades, es la práctica reducción de la política en el Estado español a un problema de identidad. En un ejercicio que ignora -si no aparta- la voluntad que la Constitución de 1978, incluso más allá de derechos explicitados en su articulado, expresa ya en su Preámbulo de garantizar la convivencia democrática, consolidar un estado de derecho como expresión de la voluntad popular, proteger los derechos humanos y las culturas, lenguas e instituciones de los pueblos insertos en el Estado y asegurar una digna calidad de vida; las principales formaciones políticas de ámbito estatal, sean herederas de la transición a la democracia o de nuevo cuño, y se autodefinan de derecha o izquierda, progresistas o liberales, han acabado por limitar, centrar, o en el mejor de los casos condicionar su discurso -no solo electoral, aunque especialmente en ese ámbito- a la exacerbación identitaria del carácter patriótico de lo español. Limitación que subordina los graves problemas socioeconómicos que atraviesa el Estado y/o oculta la incapacidad para afrontarlos y que en algún caso (y no exclusivamente en el de quienes eluden definir su ideología pseudofascista) llega hasta el punto de anteponer la exaltación nacional, nacionalista, española al principio fundamental de garantizar el funcionamiento del sistema democrático y las libertades esenciales de los ciudadanos que la propia ley de partidos señala a las formaciones políticas. Como si ese funcionamiento democrático y esas libertades solo fuesen posibles a través de la identificación absoluta con una determinada idea de España que se opone a la asunción de la existencia de sentimientos de pertenencia nacionales distintos, como en Euskadi y Catalunya, tan innegables en su historia y en los derechos que esta les otorga como confirmados reiteradamente en los propios resultados electorales desde hace decenios.