Mañana cuando me levante, después de dar mil vueltas en la cama, me asomaré a la ventana y solo tras ver a la primera persona vestida de blanco, me quedaré tranquilo, sabré que los Sanfermines, como el dinosaurio de Monterroso, todavía siguen ahí, un año más, no han sido solo un sueño de juventud.
Asomarse a la ventana, vestirse de blanco, comprobar que este año el botón del pantalón aprieta un poco más… Rituales antes de que todo se vuelva del revés. En Sanfermines cualquier cosa puede pasar y cualquier cosa pasó ya. Los primeros besos. Las primeras gaupasas. El alcohol y la sangre. La alegría y el miedo. La vida patas arriba. Ritos de iniciación, muescas en la memoria, recuerdos, a veces, inconfesables.
Una vez me caí en un charco de pis. Fue uno de aquellos años en que las barracas políticas (las txoznas) se colocaron al final de la Avenida del Ejército. Para separar estas del parque Antoniutti se levantó una valla que acabó convertida en improvisado urinario, formando a sus pies un pantano de profundidades abisales desde el cual subía una voz que te llamaba por tu nombre cada vez que te arrimabas y yo una vez me arrimé demasiado y resbalé y acabé cayéndome y empapando todo un costado de mi pantalón...
Cuando volví a las barracas políticas, que eran como un muro de gente, comprobé que me convertía en un martillo neumático, en un Moisés atravesando el mar rojo y blanco… Al principio, aquello resultó muy práctico a la hora de ir a pedir (a mis amigos, que eran unos cabrones, les podía más su dipsomanía que el tufo que yo propagaba, y me decían “¡Bah, que no es para tanto!”), pero cuando uno de los camareros nos preguntó si queríamos un katxi de zotal, yo creo que con un poco de retintín, fue cuando dije “Hasta aquí hemos llegado”, aunque luego todavía fuimos un poco más allá, hasta el casco viejo, donde la abuela de uno de mis amigos, que era de las de Sanfermines en Salou, tenía un piso en el que solíamos quedarnos a dormir la mona algunos días.
Allí, revolviendo en los armarios, encontré unos pantalones de dantzari de pana, una especie de ridículos bombachos que llegaban a media pierna, y fue de ese modo como dejé de ser el hombre mofeta, y como volví a casa, al amanecer, intentado camuflarme entre los rezagados de la noche, pero sin poder evitar las miradas y las risitas del personal a mi paso.
“¡Ay, que me meo!”, dicen todavía los cabrones de mis amigos cuando lo recuerdan. Y yo no logro sacar aquella peste de mi cabeza, sobre todo ahora que Pamplona volverá a convertirse en la ciudad retrete. Cualquier cosa es posible durante los Sanfermines. Por eso, en fin, nos ponen tan nerviosos. Y por eso, a pesar de todo, nos gustan tanto. Disfruten de las fiestas. Cuídense (y descuídense un poco también). Gora San Fermín!