o os descubro nada nuevo cuando os cuento que el mundo del cansancio en la infancia es un temazo de los gordos. Las txikis no son capaces de identificar su agotamiento y esto se traduce en memorables pollos de alto copete y copetín, que les dejan a ellas dormidas y a nosotras exhaustas. En casa así lo hemos vivido durante años, y multiplicado por dos, pero ahora asistimos a un maravilloso cambio de tendencia. Últimamente, cuando llega Morfeo, una de nuestras criaturas se deja llevar mansamente en sus brazos allí donde esté, sea coche, sofá, toalla o alfombra. Y la otra, más resistente, antes de rendirse al sueño nos regala un espectáculo nocturno de variedades que ya lo quisiera para sí el Moulin Rouge. Cuentacuentos, chistes, bailes y pedorretas son algunas de sus muchas especialidades, porque no puede dejar de encadenar un número tras otro, presa al mismo tiempo de un cansancio descomunal. La combinación es, a la par, divertida y surrealista. Y es que en nuestra criatura, lejos de constituir un obstáculo, el agotamiento contribuye a alimentar este alarde artístico y aliñarlo, además, con una exaltación del amor más propia de alguien que se ha pasado con el vino que de una niña de cinco años. Así, la fatiga le lleva a decir perlas maravillosas como "eres la reina de las chicas". Ayer, sin ir más lejos, intentaba lavarle los dientes mientras interpretaba su baile del robot, una mezcla entre Los Pajaritos y Robocop. Al terminar, me preguntó: "¿Te sabes el chiste de Pocoyó?". "No", balbuceé. Y soltó: "¡Pues tampoco yo!". Y entre sus carcajadas y las mías, porque hay que reconocer que la chanza no estuvo mal, me dijo: "Eres la amatxo más bonita del mundo entero". Después, sin más, vino su silencio y el sueño profundo. Y yo estos raticos me los voy guardando en el corazón para tenerlos presentes aquel día en que, enfadadísima, me diga que me odia.