l 10 de septiembre de 2001, el día anterior al infame 11-S, vivíamos en otra normalidad. Terrible normalidad, ignorante de lo que nos esperaba la jornada siguiente. En este rinconcito del mundo, en Euskadi, se gestaba un inédito y polémico acuerdo de gobierno entre nacionalistas y la IU-EB de Madrazo. A punto de celebrarse el tercer aniversario del Acuerdo de Lizarra, Batasuna, aislada, proclamaba su vigencia. Detenidos por la Guardia Civil en Barcelona por presunta colaboración con ETA denunciaban torturas. Un tal Pernando Barrena instaba a PP y PSOE a que "reivindicasen el asesinato" de dos personas que fallecieron en accidente durante el viaje para visitar a una presa de ETA. Hubo ataques a bancos y agencias de viajes y 50 jóvenes tiraron cócteles molotov a la comisaría de la Ertzaintza en Arrasate. Continuaban los ecos del Alarde de Hondarribia, donde la compañía mixta no pudo desfilar. También resonaba la polémica de las regatas de La Concha. El curso escolar arrancó sin problemas. Mecapeña vivía un duro conflicto laboral. Nuestros conflictos eran (son) heterogéneos y persistentes. Las vacas locas hacían de las suyas. Por el Estado, el escándalo de la quiebra de Gescartera buscaba responsables políticos. Las Casas Reales de España y Marruecos se reunían para tratar el tema de la inmigración. Arrancaba la negociación para una reforma laboral. No sabíamos del precio diario de la luz, pero 14 empresas -entre ellas, las eléctricas- se disputaban el contrato de gas de Argelia. Apenas se hablaba de la Diada. Más lejos, Oriente Medio ardía y se desangraba. Australia endurecía las leyes contra la inmigración. Un tal Lukashenko ganaba las elecciones en Bielorrusia entre acusaciones de fraude. Los talibanes enjuiciaban a ocho cooperantes internacionales por fomentar el cristianimso en Afganistán. Al día siguiente, 11-S, esa normalidad se vino abajo. O quizá no tanto.