o que sucede en Afganistán es un horror y un fracaso colectivo. La chapucera retirada de Estados Unidos y el consiguiente éxito de la vertiginosa ofensiva talibán no debería dejar indiferente a nadie con un poco de sensibilidad por los derechos humanos.

Además, de alguna forma, se están redefiniendo claves de las relaciones internacionales de los próximos años. Los triunfadores globales de este desaguisado podrían terminar siendo quienes no necesiten justificar ante sus sociedades demasiados escrúpulos morales. Rusia se reposiciona y China acepta a quien ejerza el control efectivo, independientemente de sus políticas de derechos humanos o hacia la mujer. Sería bueno tenerlo en cuenta cuando en las próximas semanas critiquemos la dificultad que encontrará Europa para construir una posición equilibrada entre principios, limitaciones, necesidades e intereses. Habría que considerar que nuestras contradicciones podrían acaso manifestar en esas ocasiones lo mejor de nosotros mismos, nuestra torpeza podría resultar la consecuencia inevitable de los equilibrios imposibles que afortunadamente aún nos exigimos.

El papel de Estados Unidos ha sido lamentable con una retirada que ha dejado demasiados cabos sueltos. Pero tengamos cuidado al contarnos una historia centrada en nosotros mismos, en occidente como villano, donde vemos a los actores internos del país como figurantes indiferenciados, sin otro papel en su destino que el de víctimas pasivas. Sería la otra cara del paternalismo. Vemos con demasiada facilidad a Estados Unidos (u occidente) como protagonista, lo cual no deja de ser otra forma de etnocentrismo, aunque sea para culparnos. Condenamos a occidente por estar y por no estar, por actuar y por no actuar, cuando quiere ser policía global y cuando renuncia a serlo. Con frecuencia no buscamos tanto comprender como un culpable al que desenmascarar. Identificar un culpable satisface dos necesidades muy humanas: la de una explicación sencilla e intuitiva quedar por buena, y la de una reconfortante sensación de creernos, por contraste, inmaculados.

Según datos de Unicef, Unesco y el Banco Mundial, en los últimos 20 años en Afganistán la mortalidad infantil había bajado a la mitad (mayor descenso en niñas). El porcentaje de niñas que acceden a la escuela se había más que triplicado. El gasto en educación había aumentado un 50% y el gasto militar reducido en un 50% (ambos datos en relación al PIB). La esperanza de vida había aumentado casi en 10 años (siendo superior para mujeres). El índice de Desarrollo Humano ha aumentado un 50%. Nada de esto ha sido noticia en los últimos 20 años. Nada de esto nos había interesado hasta la fecha.

Lo que está sucediendo en Afganistán es horroroso, pero en absoluto sencillo. No nos sirven las claves ideológicas inamovibles que repetimos para cualquiera sea el conflicto o la ocasión. Formamos nuestros prejuicios con información parcial y sesgada. Tim Harford en su nuevo libro recomienda que “sean cuales sean los temas sobre los que decidas leer, asegúrate de que dedicas tiempo a la información de ritmo lento y a largo plazo. Te darás cuenta de cosas -buenas y malas- que los demás pasarán por alto”.

Si nuestro interés fuera genuino nos llevaría a leer artículos de fondo, reportajes de los corresponsales más acreditados que están o han estado sobre el terreno, opiniones de los expertos, testimonios de víctimas, quizá algún libro sobre la zona. Y sobre todo nos acercaríamos con ánimo de entender visiones distintas a las nuestras, que desafíen nuestras ideas preconcebidas. Pero nuestra atención es limitada, perezosa y un tanto voluble.

Lo más importante lo ha dicho Malala, la víctima más famosa de los talibanes: “tendremos tiempo de debatir sobre lo que se hizo mal. Ahora hay que atender la voz de las mujeres y las niñas afganas que demandan protección, educación, libertad y un futuro”.