a historia comienza de la siguiente manera. Hay un charco, bastante grande. Así desde fuera diría que más que un charco, parece una pequeña laguna formada espontáneamente por el agua de las últimas lluvias. Charlamos animadamente varias familias mientras nuestras pequeñuelas se reparten en txokos de juego. Escondite, construcción de guaridas, sempiterno balón... Sin embargo, hay una que pulula como un satélite alrededor de semejante tesoro acuático: mi hija. Va preparada, eso sí. Chubasquero, katiuskas, pantalón impermeable... La atracción por el agua es poderosa, tanto que las propuestas de las demás ni le van ni le vienen. Hay un primer acercamiento desde la distancia para valorar la situación. No se ve la profundidad pero se percibe la diversión. Hace un frío que pela en este día del recién estrenado verano que parece otoño, que estamos en Gasteiz, oiga. Pero eso no le importa porque el termostato infantil, como bien sabréis, nada tiene que ver con el adulto. La primera parte del cuerpo en entrar en contacto con el líquido elemento son los pies. Remojo, ligero chapoteo, fresquito. Se cruzan nuestras miradas y una sonrisa aflora en sus labios. Por supuesto, la exploración sigue su curso y, obviamente, la caña de las botas llega a su fin y el agua entra en ellas para chirriarle (o sea, calarle enterita) el pantalón y los calcetines. Carcajada espontánea. Es en ese punto en el que hay que tomar una decisión. Poner el límite o no. En la mochila hay ropa de repuesto. Y podemos usar mi forro para secarle. Para cuando hago estas valoraciones en mi cabeza, mi hija ya está metida hasta la ídem en la charca en cuestión, con gran alborozo entre las presentes. Y la niña que hay en mí se reencarna en ella por todas aquellas veces que no le dejaron hacer lo mismo. Se abre la veda entre las demás. ¿No es envidiable disfrutar tanto con tan poco?