a metáfora de los campos de minas para referirnos a debates sobre temas peliagudos es frecuente. Por ejemplo, decimos que hablar sobre política, feminismos o RGI en la sobremesa de Navidad, te acaba llevando a "pisar una mina" y ¡bum! estalla la bronca.

Sin embargo, es necesario que esta expresión metafórica no banalice el drama de las minas antipersona. Estos artefactos explosivos, que durante las guerras se entierran y explotan cuando alguien los pisa, siguen matando y mutilando incluso después de acabado un conflicto. En 2019 provocaron más de 5.500 víctimas. Cada 4 horas un niño o niña en el mundo es víctima de estas minas. La ONU nos lo recuerda cada 4 de abril, a propósito del Día Internacional contra las Minas. También el economista recientemente fallecido Arcadi Oliveres, proponía no mirar hacia otro lado ante esta realidad. Durante su visita a Araba en 2015 de mano de Gora Gasteiz, Oliveres apuntaló su discurso antimilitarista. Nunca dejó de denunciar que "las guerras empiezan aquí" y "somos nosotros los que, aunque no las empecemos, sí las ampliamos con nuestras exportaciones de armas". ¿Basta entonces de criticar a Trump por apoyar la producción de minas antipersona en su país, prohibidas hace 24 años en el Tratado Internacional de Otawa? Acercamos el foco y descubrimos que el Estado español es el 7º país exportador de armas. ¿Y la implicación de las empresas vascas en la producción armamentística? ¿Es también este un campo minado?

Algunas respuestas las encontramos en la brillante película Las tortugas también vuelan, Concha de Oro en el Festival de Donosti en 2004. Cuenta la historia de unos críos en el Kurdistán iraquí, que se ganaban la vida buscando minas "que desde lejos parecen tortugas semienterradas" para desactivarlas y venderlas, con el riesgo de salir volando sus piernas y nuestras conciencias.