ace 45 años era miércoles como lo es hoy. Los padres marianistas, haciendo honor a su bondad y a la canción, nos llevaron de excursión. Fuimos en tren hasta Salvatierra y subimos a Opakua. Sacamos los aperos en una campa y freímos nuestro primer huevo, todo un reto a los 11 años. Una fecha para recordar si no fuese por todo lo demás. De vuelta en el tranvía apareció don Víctor Barrenechea, nuestro tutor, con semblante serio. Nos dijo que habían pasado cosas muy graves en Vitoria y que se había avisado a nuestros padres para que viniesen a recogernos a la estación. Nadie podía ir solo a casa. Al que no le fuesen a buscar iría en comitiva a dormir en el colegio y de momento el jueves no habría clase. Mi padre no pudo venir, pero delegó en el de Juan Laza, un compañero de clase. A eso de las 12 de la noche me vino a buscar acompañado de mi tío Octavio López de Lacalle. En el camino, por la calle Los Herrán, fui viendo coches volcados, farolas tumbadas, piedras y demás restos de la batalla entre la bruma fría de marzo. Pasamos días encerrados en casa, viendo policías armados y piquetes resueltos. Hoy aquello queda como un recuerdo lejano. Recuerdo de una disposición a pelear que vamos perdiendo. Recuerdo de lecciones que parecemos dispuestos a enterrar como resquicios del pasado. Nadie da lo que tiene, aunque no sea suyo; hay que quitárselo, y las batucadas no asustan, son más folklore que una herramienta de lucha. Yo aquel día lo recuerdo por mi primer huevo frito. No me atrevería a liderar la memoria de lo que supuso, aunque me encante aprender de quien lo vivió en primera persona y pueda ayudarme a entenderlo. Porque el recuerdo que debemos conservar, y si se me apura hacer vivo de nuevo, es el de la capacidad de organizarse y pelear que demostraron hace años un buen puñado de familias obreras. Va por ellas y por su ejemplo.