endemos a generalizar. Decimos por ejemplo: no me gusta el jazz, y nos quedamos tan panchos, con todo lo que hay dentro. Lo mismo ocurre cuando lo decimos del cine, la pintura moderna o incluso "los políticos". A veces lo hacemos por pereza. Somos vagos, y entrar en detalles es cansino. A fin de cuentas estamos hechos a imagen y semejanza de dios, y cosa más vaga no la ha habido ni la habrá. Toda una eternidad sin hacer nada, se le ocurre hacer el mundo, y al sexto día se cansa, en fin. Pero otras veces, cuando generalizamos, hacemos daño. Metemos a todos en el mismo saco y los tiramos al río, ya sea por ignorancia o mala intención. En estos casos, generalizar suena más a general de decretón que a disputa filosófica sobre la cuestión de los universales. Decimos ciérrense los bares, y como el vago digo hágase la luz, hacemos la oscuridad total de un gremio y los que le rodean a golpe de persiana, y además reconociendo que certezas del asunto no hay, pero lo bien que queda para tranquilidad de los asustadizos moralistas tercermilenarios. Y la cosa es que en esto como en el jazz no todo es igual. No es lo mismo un bar de pueblo confinado y sin positivos al que acuden sólo los parroquianos que una franquicia de moda abarrotada el fin de semana. No es lo mismo un local de perdición masiva que ese bar de debajo de casa que es, para mucho solitario, su sala de estar y centro de terapia cotidiano. En los bares se bebe, mala costumbre en tierra de vinos y cebada, pero también se toma café y se habla con distancia, que vigila el camarero. Pero nada, todos al saco y a ver desde la terraza (la de casa y si hace bueno) el desfile interminable de ropa deportiva camino de espacios donde hay más gente que la que nunca soñarías en tu bar; y si hace malo, todos al centro comercial. Todo sea por la salud y la moral. Los generales del ejército de salvación lo tienen claro.