La reciente llegada a la presidencia de los Estados Unidos, por segunda vez, de Donald Trump ha provocado un aluvión de decretos u órdenes ejecutivas sobre expulsión masiva de inmigrantes indocumentados, despidos de miles de funcionarios y establecimiento de aranceles proteccionistas en el comercio internacional, entre otros. No podemos olvidarnos tampoco de sus reivindicaciones territoriales anexionistas de Groenlandia, Canadá y el canal de Panamá. Todo esto ha puesto al mundo en vilo haciendo correr ríos de tinta.
La cosa no es para menos pues no se trata de los delirios de un descerebrado iluso, aunque lo parece, sino que estamos ante los designios de un hombre que acumula un enorme poder y con medios para ejercerlo. Su dominio, además, no se basa en el derecho divino de los antiguos reyes, sino que ha sido apoyado en elecciones libres por casi 80 millones de ciudadanos, prácticamente todos alfabetizados al menos y suficientemente informados.
Su país tiene una Constitución, señera del tercer tercio del siglo XVIII, que ha sido casi unánimemente alabada mundialmente por contener lo que se llama checks and balances o contrapesos entre los órganos ejecutivo, legislativo y judicial, de manera que no se pueda acumular un poder omnímodo que se convierta en tiranía.
Los Padres Fundadores de los Estados Unidos no pudieron, quizás, imaginar que 250 años más tarde un presidente Trump, descendiente de emigrantes alemanes y escoceses, empresario inmobiliario originalmente, capitalista a ultranza y con problemas legales, incluso alguna condena judicial, acumulase el control de los tres poderes fundamentales, sin contrapesos ni limitaciones sustanciales.
Lo raro en Trump es que, a diferencia de otros presidentes que han controlado el Ejecutivo y el Congreso y Senado, cuenta también con gran influencia en el Tribunal Supremo, pues con la inestimable ayuda del Senado y artimañas tramposas en algún caso, pudo nombrar en su anterior presidencia un tercio de dicho tribunal.
Esta inusitada concentración de poder es muy peligrosa puesto que el presidente Trump ha dado suficientes muestras de ignorar el Derecho, sobre todo en los ámbitos del comercio internacional con el establecimiento de aranceles proteccionistas, sin tener en cuenta que su país pertenece a organismos internacionales como la Organización Mundial del Comercio, (OMC), creada en 1994, después de sucesivas rondas (Tokio, Uruguay), cuyo fin es precisamente el contrario, o sea, liberalizar los flujos comerciales eliminando estos aranceles.
Si Mr. Trump tenía algún problema con estas liberalizaciones tiene a su disposición dentro de la OMC un órgano de resolución de controversias entre miembros. Las leyes o tratados en este caso, están para ser cumplidos: Pacta sunt servanda, según el aforismo latino.
A mayor abundamiento, los Estados Unidos forman parte de un tratado también de libre comercio y consiguiente eliminación de trabas aduaneras, con sus países vecinos: México y Canadá, que lleva ya varias décadas fomentando el comercio entre los tres países. Ninguno de estos tratados, cuya fuerza es normalmente superior a las leyes ordinarias, parece ser óbice para la voluntad imperial del gran patrón de América.
Tampoco parecen importarle en materia de emigración los tratados de protección de los refugiados y solicitantes de asilo que vinculan a las naciones del mundo occidental estableciendo cautelas y procedimientos para el trato debido a estas personas desplazadas. Llama también la atención a este respecto su iniciativa de no conceder la nacionalidad estadounidense a niños nacidos en los Estados Unidos de padres inmigrantes ilegales. Por cierto, esta prohibición, contraria a las leyes estadounidenses, ha sido objeto de impugnación por jueces federales por considerarla inconstitucional.
Otro tanto se puede decir de decisiones de Trump sobre el tema de Gaza. Él, como se sabe, ha propuesto crear un resort turístico en la franja con implantación de algún hotel de su marca, probablemente, pero, de nuevo, olvida que Israel no tiene la soberanía sobre esta zona costera en la que malviven, entre escombros, dos millones de personas y por lo tanto no puede cedérsela a Trump. Todavía hay leyes en el mundo, que diría el molinero de Prusia a otro autócrata en el siglo XVIII.
La inquina de Trump contra las reglas se va a traducir en la eliminación de reglamentos y otras normas y el establecimiento de barra libre en temas tan delicados como las medidas antimonopolio, la transparencia y equidad en los mercados bursátiles y las políticas medioambientales. Su idea es, por el contrario, fomentar la explotación de los combustibles fósiles. Ya ha anunciado la salida del Acuerdo de París para combatir el calentamiento global.
La audacia de este aprendiz de emperador absoluto ha llegado al extremo de amenazar a los miembros del Tribunal Penal Internacional, que han condenado las conductas supremacistas y bárbaras de su aliado favorito, Netanyahu, en Gaza.
En resumen, Mr. Trump desprecia el mundo de las normas, la igualdad y el respeto a los otros, la solidaridad con los más débiles y vulnerables y todo lo que hemos ido construyendo en el mundo civilizado desde la Ilustración y la vuelta a algo parecido a la ley de la jungla: los abusos sin freno de los poderosos empezando por su compinche Elon Musk.
La fábula de Esopo, el esclavo griego sabio reflejada en la expresión supremacista “porque me llamo león” le podría cuadrar. El mensaje de la fábula tiene que ver con que en el mundo animal, cuando se captura una presa y varios animales se disponen a devorarla, todos participan a partes iguales sin rechistar hasta que le toca el turno al león, el rey de la selva, quien exige imperiosamente una porción superior a los demás. Cuando le preguntan su razón él dice enfáticamente: “Porque me llamo león”.
Mr. Trump utiliza ahora, por ejemplo, los aranceles como una especie de chantaje basado en su dominio del mundo, para conseguir sus objetivos imperialistas: “porque se llama los Estados Unidos”, pareciendo dispuesto a abusar de su posición, desdeñando las reglas del Derecho y la Justicia. Esto es lo que nos espera, ¿o no?
Doctor en Derecho