Hay un empeño en los comisarios/as de exposiciones actuales (los llamados expertos del arte contemporáneo), que contratan sobre todo las administraciones públicas, en querer vendernos un arte actual de “vanguardia” deslavazado. Una mezcla ecléctica basada en supuestas investigaciones abiertas multidisciplinares, donde lo que se trata es, a través de la nueva moda curatorial, de encontrar historias, crear narrativas, discursos apoyados en pensamientos pseudofilosóficos, intentando así crear interés sobre un problema que existe o que la mayor de las veces se inventa.

Para ello, las propuestas se basan en el proceso de cómo se intenta resolverlo, siendo lo más importante, no tanto el sacar propuestas concretas aplaudibles que también pueden ser rebatibles, sino mostrar lo que se hace en ese tránsito del pensamiento. Según estos gurús modernos, ahí radica el nuevo arte. Que te quedes con las ganas del desenlace es problema tuyo, ellos proponen y siempre es el público el que debe sacar sus propias conclusiones. La dificultad para el público es que no hay manera de resolver el enigma que plantean, y ahí radica la supuesta complejidad buscada del nuevo arte.

Lo que consiguen tiene un doble sentido, parecer complejos intelectualmente hablando y selectos, al ser solo ellos/ellas las que saben de qué se está hablando. Un arte para elegidos/as, para a los que el público les sobra, pero he ahí la paradoja, no pueden subsistir sin las instituciones públicas que se deben al público. Como bien lo denuncia Alberto Adsuara en su libro Lo patético del Arte: “sólo los expertos están capacitados para entender el arte contemporáneo y sólo los expertos podrán servir de intermediarios entre la obra de arte y el espectador al que desprecian por su incapacidad de saber de qué hablan cuando hablan de arte”.

Se está alimentando una manera de hacer exclusiva, clasista y sin interés, donde sólo unos pocos, unas pocas artistas son las seleccionadas para sus proyectos, para sus residencias, para sus montajes expositivos y para sus encuentros.

El problema es doble: por un lado, se está dando pábulo a este tipo de expresión artística con fondos públicos o instituciones que reciben subvenciones públicas, para mantener y fomentar a un sector concreto y minoritario, justificando que ahí radica lo nuevo, lo emergente, lo actual; y por otro lado, se desprestigia, se anula, se invisibiliza al resto de expresiones artísticas tachándolas de caducas, viejas, rancias y obsoletas. De repente, por arte de magia de estos comisarios/as, de estos gestores culturales, el arte actual que no es el suyo lo convierten en arqueología. Hasta los propios museos y centros de arte contemporáneo son restos arqueológicos de un pasado reciente, que hay que transformarlos en centros de producción de sus iluminaciones. Ellos, los comisarios estrella, se erigen en paladines de la vanguardia y del futuro. Usando sus redes de influencia, envueltos en la complejidad del metalenguaje, retroalimentándose entre ellos mismos en una bacanal egocéntrica insoportable. Porque como bien dice de nuevo Alberto Adsuara en el libro citado: “no es que el experto haya fracasado en hacer comprensible el arte, sino que el arte debe seguir siendo incomprendido por la inmensa mayoría para no dejar de ser lo que es. En todo caso, las claves de la comprensión sólo les son permitidas a los expertos, como ellos mismos saben”.

Por otro lado, hace aparición la Inteligencia Artificial, la IA, que está empeñada en suplantar al propio artista. Tan solo con la petición de un deseo, la IA te ofrece una multitud de opciones, de propuestas, de obras.

El otro artista actual, aquel que no está bajo la influencia y el mantenimiento del comisario de turno, de la institución con sus agentes culturales funcionarios de la cultura, y que tampoco se somete a lo artificial, a lo virtual, sino que sigue haciendo con sus propias manos creaciones y aportando obras reales, tangibles, acabadas, que buscan la belleza, la conexión con la gente, con el público… está siendo borrado por las mareas consumistas, donde el arte se ha vuelto una mera mercancía de consumo de usar y tirar para que el comisario vuelva a montar otro proyecto de experiencia artística. Lo terrible es que además, sus artistas ya casi no cuentan, permanentemente becados, se les explota y estruja, se les usa para rellenar, para justificar la subvención.

En esta sociedad líquida, inestable como el agua, donde lo que interesa es el cambio permanente, la explotación sin miramientos, donde el valor no lo pone la calidad de la expresión y de la ejecución, sino lo aparentemente novedoso, lo que se pone de moda, lo que al mercado se le antoje, el artista/artesano (entendiendo como el artista que ejecuta la obra con oficio imprimiéndole su sello personal) molesta. Estorba porque no es domable, no hace lo que el comisario/agente cultural quiere. Porque este artista tiene voz crítica, propone belleza, seguridad, obra por la que deleitarse y además vende en sus círculos cercanos.

Pero este artista creativo es humano y sufre en silencio porque está siendo conocedor de que los vientos huracanados de las nuevas tendencias lo van a desvanecer y no van a dejar brote alguno que crezca. Empieza a ser muy consciente de que pueden llegar a ser los últimos artistas/creadores con sus propias manos de obras de arte y transmisores de los oficios artísticos. Se están dando cuenta de que son ruinas vivas, pura arqueología para el deleite del turista del futuro.

Se nos puede achacar que nos invade la melancolía, pero como dijo la novelista Patricia Highsmith “¿Por qué es melancólica la gente creativa? Porque no tienen el estricto marco de comportamiento al que se ciñen los demás. Son hierba a merced del viento, mecida de aquí para allá, aplastada a veces contra el suelo”. Por eso el artista, la artista creativa es tan necesaria y por eso también inquieta tanto…

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