En ocasiones los giros bruscos en las tendencias económicas y políticas tardan un tiempo en ser percibidas, no solo por el común de los mortales, sino también por quienes debieran estar más al tanto de los vaivenes de la coyuntura, como los políticos o los académicos.
Algo sí ocurre actualmente con el comercio internacional. Estados Unidos, como potencia líder del mundo desarrollado, decidió hace tiempo que tenía que hacer algo para reducir la dependencia de su consumo de los que otros países tuviesen a bien producir.
Contrariamente a la idea más extendida, este giro político no comenzó con Trump y su idea de hacer grande a América (de nuevo), sino mucho antes, con los acuerdos de 1985 en el hotel Plaza de Nueva York. Un acontecimiento visto preferentemente con lentes financieros, como si fuera un acuerdo para controlar la inflación, los altos tipos de interés y reajustar los tipos de cambio, en realidad supuso un giro radical en la política de Estados Unidos, que pasó de favorecer altos tipos de interés y un dólar fuerte para facilitar la llegada masiva de dinero con el que financiar el déficit comercial y el consumo de los ciudadanos estadounidenses, en favor de una política de defensa de la producción nacional, abogada por los grandes productores agrícolas e industriales, como IBM, Motorola o Caterpillar, coaligados en favor de leyes proteccionistas.
Dado que el Congreso había empezado a tomar en consideración esta posibilidad, el Gobierno Reagan propugnó mejorar la situación comercial obligando a sus socios a revaluar sus monedas para hacer más caros los productos importados en Estados Unidos.
El problema no se resolvió, porque lo que hicieron los fabricantes japoneses de automóviles y productos electrónicos fue desplazar parte de su producción a países de bajos salarios en el sudeste asiático, y en Europa, el colapso del socialismo soviético permitió crear un nuevo proletariado industrial de bajos salarios en el este de Europa para los fabricantes alemanes y franceses.
El siguiente movimiento de Estados Unidos fue algo así como “si no puedes vencerlos, únete a ellos”. Por un lado, presionó para acabar con la exitosa política agrícola europea, que desde 1992 comienza a desmantelarse a marchas forzadas reduciendo el presupuesto global y abandonando la política de precios garantizados ilimitados, lo cual supuso un alivio para la competencia de Europa a los productores agrícolas estadounidenses.
Por otro lado, empezó a promover acuerdos de libre comercio cuyo objetivo principal era crear su propia reserva de trabajo de bajo coste, tanto en América –principalmente en México– como en el propio sudeste asiático. La apertura de China fue visto como una gran oportunidad por los fabricantes norteamericanos para imitar a sus competidores europeos o japoneses. A su vez, repuntaron inversiones masivas de empresas norteamericanas en Europa, no solo para abastecer los mercados europeos sino también al propio mercado estadounidense.
En el largo ciclo de crecimiento que va de 1995 a 2006, Estados Unidos tuvo que financiar un déficit comercial acumulado de 4,8 billones de dólares, y sin embargo realizó inversiones directas en el extranjero por valor de 2,2 billones, una cifra similar a la inversión directa de los extranjeros en el país. Hoy en día, más de la mitad de la inversión extranjera norteamericana se concentra en Europa, un 41% en la UE más un 16,4% en Gran Bretaña.
Pero esta estrategia tampoco funcionó como se esperaba, porque también los industriales europeos –sobre todo alemanes– y japoneses se situaron en China como en su propio patrio trasero de mano de obra barata, y sobre todo porque China, a diferencia de Europa del Este o los países de Indochina, aplicó una política de desarrollo de sus propias capacidades productivas nacionales, pasando rápidamente a convertirse en un actor principal en el mercado mundial de productos industriales.
Son las limitaciones de estos dos ciclos previos de intento de frenar el libre comercio y el deterioro de la balanza comercial estadounidense (primero con manipulaciones financieras y monetarias, y después con inversión en el extranjero) las que explican el recurso a medidas directas y tradicionales de cuotas y aranceles, promovida por Trump y ampliada por la administración Biden.
Aunque los manuales de economía al uso todavía no se hayan dado cuenta, el gran creador de opinión mundial ha decretado la obsolescencia de la idea de que el libre comercio es la mejor opción de política comercial, hasta el punto que hoy el gran defensor de los mercados abiertos y el libre comercio es…. China. Porque la UE también se ha apuntado a las políticas proteccionistas que, sin enfadar al amigo americano, se dirigen casi en exclusiva contra las exportaciones chinas: a tener del informe de 700 páginas publicado por la Comisión Europea el pasado mes de abril, se quiere establecer barreras proteccionistas contra una gran parte de las exportaciones industriales chinas: acero, aluminio, química, cerámicas, equipo de telecomunicaciones, semiconductores, ferrocarril, equipo de energías renovables, coches eléctricos… lo que no es evidente es que esas medidas proteccionistas se vayan a traducir en una mejora de la capacidad y productividad de los correspondientes fabricantes europeos, pues como se constata con los vehículos eléctricos, la innovación tecnológica china en el sector es muy superior a la europea, con o sin barreras arancelarias.
El resultado más previsible es la sustitución de las empresas europeas en suelo europeo por empresas chinas en suelo europeo para abastecer al mercado del continente.
En todo caso asistimos al final de un largo ciclo de crecimiento económico mundial basado en la interrelación creciente de las economías y en la formación de cadenas de valor internacionalizadas, en un intento por retener valor industrial –en Europa– o industrial y agrícola –en Estados Unidos– en el propio territorio.
Desde los años ochenta, cuando las exportaciones representaban la quinta parte del PIB en los países ricos, y la sexta parte en los no tan ricos, el peso de las exportaciones en el PIB no ha dejado de crecer, hasta alcanzar en 2008, en unos y otros países un 31% del PIB. Tras el impacto de la gran recesión de 2009, mientras los países desarrollados recuperaban el peso de las exportaciones hasta un tercio del PIB, los países del Sur global lo reducían hasta aún más, al 23 o 24% de sus exportaciones. Más allá del espejismo de las cifras post pandemia, que muestran un aparente crecimiento del comercio mundial, lo cierto es que la desconexión de la economía global parece más intensa en la periferia mundial que en los países ricos que la promueven. En el entretanto, falta que las políticas públicas nacionales se adapten al nuevo contexto económico. A tenor de cómo el puigdemonismo vs. el sanchismo opacan cualquier referencia noticiosa relativa a estas u otras cuestiones relevantes, podemos esperar a que otros lo resuelvan antes, y luego les imitaremos.
Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV