El 30 de junio se ha celebrado el 64 aniversario de la independencia de la República Democrática del Congo (RDC). La nefasta colonización del país duró 75 años, y ya el rey Felipe de Bélgica había reconocido en 2020 la “violencia y crueldad” ejercidas en el Congo, especialmente bajo el reinado de Leopoldo II; pero hay quien demanda una petición de perdón más explícita, seguida de reparaciones a la RDC, que abarca más de setenta y seis veces la superficie de Bélgica, y tiene cien millones de habitantes.

Merece la pena subrayar que, en aquella zona, entre los siglos XV y XVII, diversos reinos como el del Congo, el de Luba, y el de Lunda, fueron reinos poderosos, con reyes estables, fuerzas militares, crecimiento económico y comercio con Europa. El rey Affonso, por ejemplo, del reino del Congo, mantuvo una amistad con el rey Manuel de Portugal y un comercio creciente. Llegó a establecer el cristianismo como la religión oficial del reino, y su hijo Enrique fue ordenado obispo quien, por cierto, murió en 1531 cuando estaba a punto de ir a Europa para el Concilio de Trento. Murphy subraya que esto desmiente un bulo de la época, en el que se consideraba que África estaba compuesta por salvajes bárbaros que no habían captado la idea de civilización.

Affonso tenía altos objetivos, pero no se cumplieron, y las relaciones se cortaron cuando Europa se lanzó hacia el comercio de esclavos. En 1526 Affonso había escrito una carta a Juan III de Portugal indicándole que la conquista de Brasil, al aumentar el tráfico de esclavos, estaba despoblando su territorio. Más de doce millones de personas africanas fueron transportadas como esclavas hacia las Américas hasta mediados del siglo XIX; pero a finales del siglo XIX, al independizarse los países americanos, Europa, en la conferencia de Berlín de 1885, se repartió África como en un mercado. El llamado Estado Libre del Congo fue otorgado a Leopoldo II como su Estado personal. Se hicieron gestiones fraudulentas con una serie de jefes tribales del Congo, y se transfirió la tierra de sus aldeas o de sus dominios al jefe del Estado Libre del Congo. Se aplicó una explotación sistemática de la población, con una Fuerza pública, compuesta por congoleños con mandos belgas que, utilizando métodos brutales, exigía a la población que recolectaran colmillos de elefante y caucho, pues había necesidad de neumáticos en la naciente industria del automóvil y de la bicicleta. Fueron los pastores negros de Estados Unidos, y el periodista Morel, quienes alzaron la voz contra este estado de cosas. Pero los belgas seguían mirando hacia otro lado ante aquella realidad, y consideraban a Leopoldo II como el “rey constructor”, porque usó la riqueza del Congo para financiar un extenso programa de obras públicas.

Precisamente el pasado 3 de agosto se ha celebrado el centenario de la muerte de Joseph Conrad, autor, entre otros libros, de El corazón de las tinieblas, fruto de su viaje al Congo, donde se reflejan las fuerzas oscuras y primitivas que actúan en el interior humano, con el telón de fondo de los excesos del colonialismo. En su centenario se está reivindicando al autor como uno de los más significativos e influyentes del siglo XX, y se está reeditando su obra, con nuevas traducciones. Dice en el prólogo: “La conquista de la tierra, (…) por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras…”. Francis Ford Coppola realizó la versión cinematográfica del libro bajo el título Apocalypse Now, aunque cambió el lugar de la acción a Camboya. En ambos casos se denuncia el mal y la violencia. Tras la obra de Conrad, y la de Arthur Conan Doyle El crimen del Congo, la campaña internacional contra la explotación del Congo hizo posible que Leopoldo vendiera el Congo al Estado belga en 1908. Algunos autores estiman que la población congoleña en 1885 alcanzaba los veinte millones y que cuando Leopoldo transmitió su Congo a Bélgica en 1908, para formar el Congo belga, quedaban diez millones de congoleños. Los problemas en la excolonia persistieron, aunque sin los campos de trabajos forzados. Después de una serie de revueltas en el Congo, Bélgica, finalmente, decidió otorgar la independencia al país en 1960.

En las primeras elecciones libres de la recién formada RDC quedó elegido Patrice Lumumba como primer ministro y Kasavubu como presidente de la república. Lumumba se oponía a la intención belga de seguir controlando los minerales en Katanga y Kasai del Sur. Con el apoyo de la CIA y los belgas, Lumumba fue arrestado, y los rebeldes de Katanga lo maltrataron y fusilaron en enero de 1961. Tropas internacionales restauraron la precaria unidad del país, y hubo varios gobiernos inestables, liderados por técnicos, que duraron poco tiempo.

En 1965, Mobutu Sese Seko tomó el poder. En 1970 fue oficialmente elegido presidente e inició una campaña proafricana y antieuropea, por lo que cambió el nombre al país por Zaire; pero utilizó al ejército y a la policía secreta para reprimir cualquier disidencia, y puso los medios para su enriquecimiento y el de sus allegados, aunque también se realizaron construcciones para modernizar y desarrollar el país, nacionalizar sectores clave de la economía como la agricultura y la minería; pero la economía no prosperó, y el país se endeudó.

Mobutu gobernó hasta 1997; durante ese tiempo la deuda pública estuvo al mismo nivel que su riqueza personal, y los préstamos sólo contribuían a aumentar la deuda.

En 1994 se había producido en Ruanda el genocidio en el que murieron más de ochocientos mil tutsis. Más de dos millones de personas huyeron a la RDC, de las que una buena parte habían sido responsables de las matanzas. Dos años más tarde, el nuevo régimen ruandés liderado por Paul Kagame y el Gobierno de Uganda, apoyaron escaramuzas militares de Laurent-Désiré Kabila contra el gobierno de Mobutu, en lo que se ha llamado la primera guerra del Congo para, entre otras cosas, abolir la dictadura que Mobutu había ejercido durante más de treinta años. Cuando Mobutu se retiró y Kabila se proclamó presidente, recibió el apoyo de Estados Unidos, Angola, Burundi, Kenya, Ruanda, Sudáfrica, Tanzania y Uganda. Esta guerra ocasionó la muerte a doscientas mil personas.

El 29 de mayo de 1997 Kabila, presidente de la, de nuevo, RDC, negoció con las compañías mineras y tomó medidas para restablecer la administración, pero enseguida reprimió incluso a quienes lo habían apoyado y aumentó su poder. Antes de acabar 1997 Kabila inició una ruptura con el área de países francófilos y su acercamiento a la presencia estadounidense. No había pasado apenas un año, cuando militares ugandeses y ruandeses formaron una alianza contra Kabila, quien solicitó ayuda de Zimbabwe, Angola y Namibia, y luego a Sudán y Chad. Entonces se comenzó a hablar de “primera guerra mundial africana”, del conflicto más sangriento del mundo desde la Segunda Guerra Mundial en el que, en cinco años, murieron más de cinco millones de personas, con todos los daños colaterales y brutales de las guerras. Cuando Estados Unidos comprobó que Kabila rescindía contratos con multinacionales de ese país en favor de Sudáfrica y Zimbabwe, y se resistía a cesar las operaciones militares, el 16 de enero de 2001 fue víctima de un atentado mortal. Los estados implicados en la guerra negaron su participación, pero respiraron.

Al día siguiente, su hijo, Joseph Kabila fue nombrado jefe del Estado. La dinastía se consolidó, pero también el caos, con situaciones de hambre, cosechas perdidas, y dificultades para el acceso al agua apta para el consumo… Estamos hablando, claro, de la RDC, un país muy rico en recursos naturales, sobre todo minerales en la zona oriental como cobalto, cobre, estaño, uranio, oro, diamantes, casiterita, tungsteno y, sobre todo, coltán, material idóneo para fabricar móviles, ordenadores, videojuegos, todo tipo de productos electrónicos y armas de última generación, y donde se calcula que se encuentra el 80% de las reservas mundiales. Empresas mineras chinas tienen importantes contratos firmados, de tal manera que hoy está en sus manos una buena parte de la minería de la RDC, aunque en junio de 2023 se ha renegociado.

Desgraciadamente, la RDC está entrando en la cuarta década de la guerra de los treinta años en el noreste del país. Los dos actores principales son el M23, respaldado por Ruanda, pero aglutinando otras fuerzas, algunas con planteamientos yihadistas; y el ejército de la RDC, que cuenta con varias milicias. Se trata de más de cien grupos armados que utilizan armamento sofisticado: drones, misiles tierra-aire y rifles de asalto de alta gama. Los enfrentamientos han provocado el desplazamiento de casi siete millones de personas, según estimaciones de la Organización Internacional para las Migraciones de Naciones Unidas. Más de veinticinco millones necesitan asistencia humanitaria, y las ONG se sienten impotentes para aliviar tal desastre. El caso es que los grupos armados y el propio ejército congoleño se benefician de la explotación de esos recursos y forman parte de las redes altamente sofisticadas que dominan su comercio.

El actual presidente, Félix Tshisekedi, ganó las elecciones en 2018 y las volvió a ganar en el 2023. Ahora, en plena tensión con Ruanda, el Gobierno congolés ha abierto una batalla judicial contra Apple que promete sacar a la luz los detalles de este sucio negocio, como si la RDC fuese inocente. Hay diferentes empresas multinacionales que extraen los minerales por sus propios medios y cuando se retiran de un lugar sólo dejan destrucción ambiental. En estos restos, y en minas situadas en la superficie, sin apenas necesidad de tecnología en inversiones empresariales para la producción, hay trabajo infantil y adulto artesanal en condiciones infrahumanas. Según Unicef, al menos 40.000 niños y niñas trabajan ilegalmente en estas explotaciones, sometidos a durísimas condiciones en régimen de semi-esclavitud.

Pero no toda la enorme RDC está en zona de guerra, su economía está poco diversificada y crece el PIB, pero también la inflación y los precios de los alimentos. Hoy en día, la RDC no tiene capacidad de generar la energía necesaria para la transformación de estos minerales en el país antes de su exportación. Se da, además, la paradoja de que el país es uno de los más ricos de África en recursos y tiene poblaciones de las más pobres del planeta con unos seiscientos millonarios, que hacen su fortuna en el caos. Más del sesenta por ciento de la población vive con menos de dos euros al día y sólo un poco más de un quinto de la población cuenta con electricidad. En Kinsasa, la capital, con diez millones de habitantes, los nuevos ricos viven en enclaves seguros y lujosos, mientras muchos pobres viven en condiciones muy poco envidiables. En el este del país continúan los combates y la población sigue sufriendo el drama humanitario de la guerra, mientras la presencia de miles de militares de la ONU no resuelve la situación y está en revisión.

Ciertamente, el coltán se utiliza en los microprocesadores de los teléfonos móviles, pero la implementación de los coches eléctricos, presumiblemente más ecológicos, someterá a presión el mercado del cobalto y el cobre, y puede contribuir a dañar más a ese gran país, a pesar de que su economía siga creciendo, como denuncia Siddharth Kara, en su reciente y aconsejable libro: Cobalto rojo. Quienes somos cómplices de la situación miraremos hacia otro lado, como hicieron los belgas en tiempos de Leopoldo, para mantener la revolución tecnológica en el mundo desarrollado. El precio de nuestra miopía es el sufrimiento humano en El corazón de las tinieblas.

*Escritor