La pandemia del covid-19 provocó muchos e importantes cambios para la humanidad. Uno de ellos fue la democratización del consumo generalizado de las redes sociales y el uso, mal uso y abuso de las pantallas como medio para socializar, trabajar, educarse, entretenerse, etc. En efecto, las redes sociales fueron una de las soluciones que se usó para sobrellevar la crisis sanitaria desde los hogares. Los usuarios españoles de las redes dedicaban, por término medio, más de 6 horas diarias a navegar por internet. Por eso, todas las plataformas crecieron en penetración, en tiempo de uso y en número de usuarios.
Este contexto potenció también uno de los perfiles más importantes de las redes sociales, que venía destacando desde hacía tiempo: la moda de los influencers.
Su exposición creció y se consolidó con la pandemia y la pospandemia, al convertirse en la mejor y mayor inversión y en los mejores embajadores para las empresas. De hecho, durante la pandemia, fueron una fuente de entretenimiento y de prácticas contra la pandemia, y el instrumento para la comercialización de ciertos productos y servicios.
Los influencers son internautas con cierta reputación (?) o fama, que publican contenidos, que son leídos y vistos por miles o millones de seguidores, y con capacidad para influir sobre estos. Y es tal su poder de convicción e influencia que los burócratas de Bruselas, en la última campaña para las europeas (9-J de 2024), solicitaron y utilizaron sus servicios para potenciar la participación de los jóvenes en las mismas. E, incluso, la Iglesia Católica va a canonizar a Carlo Acutis, influencer que murió a los 15 años y que es conocido por su labor de evangelización a través de internet.
Los influencers se han especializado (?) y actúan en los más variados sectores: moda, maquillaje y belleza, foodies, gamers, entretenimiento, vloggers y vida personal, viajes, fitness, política, economía, cultura, etc. Además de convertirse en prescriptores y en creadores de opinión o de tendencia para la masa, demasiadas veces sin fundamento, su obsesión es sumar likes y seguidores, hacer caja, vivir del cuento, explotando, esclavizando y engatusando a los internautas.
‘Influencers’ infantiles: reyes de la casa o, más bien, esclavos de la casa
Hoy, muchos padres, con un apetito económico desenfrenado, usan a sus hijos para hacer caja y vivir gracias a la explotación de sus hijos. Para ello, no dudan en invertir tiempo, esfuerzo y recursos para convertir a sus hijos en jugadores de fútbol de élite o en participantes en concursos musicales o en niños influencers, etc. En esta columna vamos a detenernos y centrarnos sólo en los niños-influencers, explotados y esclavizados por sus propios progenitores, por medio de las redes sociales.
Estos influencers infantiles han sido objeto de análisis críticos en los medios de comunicación y en las redes; y se han convertido ya en protagonistas de la creación literaria en este inicio del s. XXI. Es el caso, por ejemplo, del relato de Delphine de Vigan, Les enfants sont rois (2021, Gallimard, París).
En este relato de Vigan se narra la historia de una pareja: él, Bruno, informático; ella, Mélanie, anónima ama de casa y adicta a los reality show. Cuando ésta se convierte en madre (una hija, Kimmy; un hijo, Sammy), aburrida en casa, empieza a grabar el día a día de los niños y a colgar los vídeos en las redes sociales. Con el paso del tiempo, crecen rápidamente las visitas, los seguidores, los likes; llegan los patrocinadores y el dinero empieza a fluir copiosamente hacia la economía familiar.
Así, lo que, en un principio, era grabar, de vez en cuando, las andanzas de los hijos se profesionaliza y se convierte en una máquina de tortura, para los hijos, y de acuñar dinero, para los padres. Esta profesionalización obliga a los hijos a realizar rodajes interminables y agotadores, y a hacer frente a retos absurdos para generar vídeos. A pesar de una fachada friendly, en realidad, en los vídeos, todo es artificioso, todo está a la venta y la felicidad está impostada.
Mientras fueron pequeños, los hijos de Mélanie vivieron el sueño de todo niño: tener de todo y enseguida. Ahora bien, estos reyes de la casa o, más bien, “esclavos de la casa” empezaron a tener comportamientos censurables en la niñez: no aceptan un no como respuesta o que les pongan límites; no toleran la frustración, son egocéntricos, son quejicas, tienen necesidad de hacerse ver y llamar la atención, etc.
Ahora bien, al llegar a la mayoría de edad, los hijos de Mélanie –explotados y esclavizados, durante la niñez y la adolescencia– acusan las consecuencias negativas de la sobreexposición infantil en las redes: por un lado, rompen amarras con los explotadores padres; y, por el otro, los denuncian ante la justicia.
En realidad, Sammy y Kimmy son dos juguetes rotos: Kimmy, consumidora de drogas y sexo; Sammy, carne de psiquiatra, afectado por el síndrome de Truman Show (delirio paranoico, que afecta a las personas expuestas a la celebridad). Además, la pareja (Bruno y Mélanie) se separa. Lo que mal empieza, mal acaba.
Moraleja
La historia literaria de los hijos de Mélanie no es el producto de la imaginación de Vigan ni un caso único. Es el reflejo de la sociedad actual: más de un padre y/o madre empiezan a explotar y a monetizar la imagen de sus retoños, incluso antes de su concepción o siendo aún unos nasciturus. Un caso actual y español, entre otros muchos, es el de la pareja Aida Domènech y Alba Paul Dulceida que, hace unas semanas, difundieron, por las redes sociales, la ecografía de su futuro hijo, concebido según el método ROPA: Dulceida ha aportado el óvulo y Aida está asegurando la gestación. Casos así están creando también tendencia y están en el origen de un baby boom entre parejas de mujeres.
La moda de los influencers ilustra la deriva de la sociedad occidental, en la que se vive para ser visto y donde le paraître (el parecer) y el avoir (el tener) son más importantes que l’être (el ser), en un mundo dominado por las redes sociales, donde todo se compra y se vende, redes que permiten comercializar y monetizar desde la vida privada e íntima hasta las ideas más absurdas e inconsistentes. El todo vale y el fin justifica los medios se han impuesto como principios rectores para los influencers y para los ciudadanos, si con ello se consigue fama y se obtienen unos ingresos copiosos, que permitan vivir sin hacer nada de provecho, i.e. del cuento.
En estos últimos días, los medios se han hecho eco de la ley de influencers (Real Decreto 444/2024, de 30 de abril). Ahora bien, el objeto de la misma no es acabar con la explotación y esclavitud de los menores por parte de los padres, con la alienación contemporánea, con la comercialización de la intimidad, con la falsa felicidad proyectada en las pantallas y con la manipulación de las emociones. Su objetivo es controlar lo que dicen y lo que ganan los influencers. Por eso, el futuro, en este campo, no augura nada bueno.
Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas; profesor titular de Lingüística y Lingüística Aplicada en el Departamento de Filología Francesa y Románica de la UAB