El concepto de Estado de derecho ha sido siempre una realidad controvertida, ha evolucionado a lo largo de la historia y ciertas interpretaciones están reduciéndolo actualmente a su dimensión coercitiva. Siendo una conquista de las sociedades democráticas, oír esta expresión en el combate político presagia que algo va a ser prohibido y que la creatividad política se va a estrechar en el marco de una legalidad entendida de la manera más restrictiva. Esta mutación semántica y narrativa no es exclusiva de las llamadas “democracias iliberales”; en buena parte de las que no merecerían esa denominación se observan fenómenos inquietantes en este sentido.

Estado de derechas

Las actuales trifulcas en torno al poder judicial se inscriben en una simplificación populista de la idea del Estado de derecho, en una reinterpretación del concepto en términos de legalidad y orden público que erosiona su dimensión liberal y tiene efectos antidemocráticos. El lema “ley y orden”, la apelación a la mano dura y la severidad, forman parte de una narrativa que está pensando más en la policía que en el Estado, en el monopolio de la violencia legítima que en la soberanía popular, en el derecho penal más que en los derechos sociales, en los castigos más que en las prevenciones.

En el centro de la concepción liberal y democrática del Estado de derecho no está el Estado que ordena o penaliza sino la contención del poder estatal, sus limitaciones y la obligación de justificar sus decisiones. Pero su resignificación actual no lo entiende como un instrumento para protegernos frente a los poderosos intereses dominantes sino para legitimar la fuerza del Estado; no consiste en ponderar la medida correcta del poder como de asegurar que “todo el peso” del poder recaiga sobre el destinatario de la acción estatal; no se está pensando en la protección de las minorías sino en proteger a la mayoría de la criminalidad; se defiende el dominio de derecho y la palabra dominio parece tener más importancia que el derecho. Este es el contexto que explica el hecho de que algunos miembros del poder judicial se sientan llamados a defender al Estado más que al derecho, a la nación y no a las personas.

El reduccionismo del Estado de derecho implica también un encogimiento de su autoridad, que es fuerte para unas cosas (por ejemplo, las relativas a la identidad nacional) y no para otras (como la intervención en la economía), que exagera unos hechos (califica con mucha ligereza algunas reivindicaciones o protestas como sedición o terrorismo), mientras que resuelve con una negociación los delitos fiscales, que combina la severidad en política interior con una laxitud en relación con ciertas cosas que se hacen en el mercado.

Una muestra de esta regresión es el modo de entender la acción policial y judicial en relación con el ejercicio de los derechos de manifestación y expresión. El Estado de derecho liberal fue pensado como un marco para permitir la contestación democrática de la autoridad y no para sustraerla de cualquier cuestionamiento. Actualmente, en muchas ocasiones y en no pocos países, los delitos cometidos por la policía no son examinados con la perspectiva liberal del Estado de derecho sino justificados conforme a esa interpretación securitaria y reductiva de garantizar el orden público. Pensemos en el modo como la policía ha reprimido algunas protestas contra la actuación del Gobierno de Netanyahu en Gaza. La forma más banal en la que se desliza una mentalidad iliberal es el hecho de que se oiga muchas más veces la cantinela de la confianza en las fuerzas y cuerpos de seguridad que el derecho de la ciudadanía a expresar libremente su opinión. En este campo, la revisión de la llamada ley mordaza de 2015 debería estar en la agenda de la regeneración democrática.

La migración es el otro gran ámbito en el que se ha producido este giro regresivo, que comienza en el plano discursivo señalando un delito (la actuación de las mafias), como si el hecho de que haya quien trafique con seres humanos redujera toda la cuestión a perseguir ese delito y suprimiera mágicamente nuestros deberes respecto de esos seres humanos. Con esa estrategia discursiva les negamos la protección de nuestro derecho. Quienes buscan asilo no son entendidos como poseedores de derechos, sino como un riesgo para nosotros. El riesgo de quienes vienen en una patera parece mucho menor que el que correríamos nosotros con su llegada. No es extraño que la apelación al Estado de derecho, al nuestro, sirva luego para normalizar ciertos discursos racistas. La sospecha habitual hacia los ciudadanos con orígenes migrantes pone de manifiesto que no se trata tanto de un comportamiento inadecuado de ciertos funcionarios, sino de algo estructural. Si pasamos al plano europeo, al mismo tiempo que se presiona a Polonia y Hungría para que respeten determinados valores del Estado de derecho, la Unión Europea se desentiende de esos valores con sus políticas relativas a la migración que externalizan el control migratorio a países donde se vulneran gravemente los derechos humanos.

Un caso nada ejemplar de hasta qué punto el poder judicial asume unas funciones que, como mínimo, deberíamos calificar de poco liberales, es la judicialización del conflicto catalán. Tal vez estemos padeciendo ahora, bajo la forma de resistencia e incluso insumisión de algunos fiscales, el haber puesto en manos de los jueces la resolución de un asunto que requería un abordaje político y que fue manejado en clave de un Estado de derecho que se defiende y no en el marco de una democracia que garantiza el pluralismo político, delibera y negocia. Ciertos poderes del Estado, en la judicatura y la policía, se han convertido en militantes que creen haberse quedado solos en la defensa de la nación. Afortunadamente en Europa se mantiene una concepción más liberal y garantista del derecho, como se ha visto en el rechazo a la extradición o al oponerse a calificar como delitos de terrorismo las protestas que tuvieron lugar en los momentos álgidos del procés.

El hecho de que la Constitución Española califique como “social y democrático” al Estado de derecho no es mera retórica. Si queremos hacerlo valer en todas sus dimensiones, es necesario combatir también aquellas condiciones estructurales que implican alguna forma de dominación, cuya eliminación es también un objetivo de las leyes. El concepto de Estado de derecho exige el sometimiento de los poderosos al derecho y, por tanto, la protección a quienes carecen de poder. Por eso ha podido evolucionar desde una mera defensa de la propiedad a un instrumento de democratización y avances sociales. La actual resignificación implica un reduccionismo que revierte esta evolución. En vez de hablar de permisos de entrada para quien busca asilo, se discute sobre el orden en las fronteras; los debates sobre los controles policiales deslegitiman la crítica a los aparatos del Estado; las causas de la criminalidad no se abordan con medidas políticas y sociales sino exclusivamente con criterios de seguridad. Este es un terreno abonado en el que se mueve a sus anchas la ultraderecha. La mejor manera de combatirla es rechazar su marco discursivo y defender un “imperio de la ley” que se ponga también al servicio de la generación de nuevos derechos, con ocasión del creciente pluralismo social o a la hora de abordar crisis que no estaban previstas en el ordenamiento jurídico del siglo XIX.

Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia