Perpetro esta columna en plena tarde del seis de julio, en el marco festivo e incomparable de Pamplona-Iruña, poblachón venido arriba y a quien Dios guarde la salud muchos años. A pocos metros de mi ventana, pero cerca del histórico coso que recibe los encierros, un grupo mezcla con impudor profesional La chica yeyé con rancheras, una versión sui géneris del Carnaval de Lantz e incluso la legendaria África de Toto. Y eso pasando por Raffaella Carrà y Umberto Tozzi sin despeinarse un mechón. Despliegan arrojo y profesionalidad... y más voluntad que acierto, la verdad. Si se tiran a por los Conciertos de Brandenburgo llamaré a la policía solicitando que disparen a matar de parte de un tal Bach, conocido mafioso barroco.

Siempre que me ha tocado redactar esta columna en estas señaladas fechas he tratado de obviar los Sanfermines para evitar un excesivo localismo por mis partes, pero para diez miserables días que esta ciudad bipolar que comparte el Opus Dei y Barricada o EH Bildu y la llamada fiesta nacional (Feria del Toro y olé) u otras contradicciones que la ponen bajo los focos de medio mundo, los cagatintas estamos obligados a aprovechar la ocasión, caramba. 

La banda de abajo se ha pasado a Raphael y Nino Bravo, así que pongo el móvil a mano junto al teclado para no pensármelo demasiado si sus excesos llegan más lejos y sigo a lo mío.

Estoy mayor para estas mandangas festivas, a qué negarlo. Las vivo ya en una especie de excedencia pamplonesa renunciando al uniforme blanco y rojo, sin añoranza y con arrojo (cuando me da por rimar doy asco, sí, pero me lo paso bien). Y dejo así espacio libre -que en mi caso no es poco- para que nuevas generaciones lo aprovechen y disfruten de los agradables empujones y los maravillosos codazos que acaban con el vaso por los suelos y el presupuesto por los aires a cada rato. Bienvenidos, chavalotes, chavalotas... chavalotos todos. Os lo cedo gratis. Yo soy así de desprendido con los metros cúbicos que me corresponden.

Ahora los músicos de abajo parecen despedir el chou con un popurrí muy probablemente proscrito por la Convención de Ginebra. Tanto da: mi móvil se ha quedado sin batería y no tengo ganas de enredarme en una denuncia sin futuro. Para eso tiraría de la nueva Ley de Protección de Mascotas y denunciaría al Ayuntamiento por contaminación acústica ya que mi perra se estresa como loca con los fuegos artificiales. Pero tampoco me parece buen plan liarla por esa causa. Aunque mirando a los ojos a mi pobre Lulú la verdad es que dudo, porque su mirada es siempre más inteligente que la mía. Por mucho.