Ver para creer. Yo, que era un ferviente creyente de las nocivas consecuencias del cambio climático, he tenido que recular en mi activismo. Y no porque el negacionismo ultra haya hecho mella en mis convicciones, sino porque vestido de linos y guayaberas casi cojo una pulmonía por desatender los tradicionales rigores del verano gasteiztarra, otra vez, confeccionado a mala leche. Lejos de exhibir gafas de sol a la última y gorras coloridas para evitar los rayos de un sol demoledor, esta misma semana he tenido que regresar hasta en dos ocasiones a mi casa a por una cazadora para paliar los efectos del nuevamente cruento estío vitoriano. Ese día, tras superar el fresco de la mañana y los charcos previos de la enésima tormenta, tuve que parar en un supermercado para comprar pañuelos de papel con los que retirar los restos de un resfriado colosal, propio de un mes de enero. En fin, todo como antaño, cuando se podía conocer a un nativo de estos lares por llevar a la cintura un jersey pese a que los termómetros estuviesen por encima de los 30 grados. Supongo que será cuestión de unos días, pero este mes de julio nos ha pillado un poco con el pie cambiado. Aquello de Gasteiz tropical, a lo peor, tiene que esperar.