Uno de mis recuerdos de la época de estudiante en Leioa es el del entonces rector, Goio Monreal, apresurándose al comedor universitario al final del mediodía, frecuentemente solo y siempre pensativo. Mientras tanto, nosotros comíamos el bocadillo en una de las escalinatas de la plataforma en voladizo, protegiéndonos del viento y buscando la caricia del sol. No le faltaba tarea a nuestro rector. En aquel entonces, nos parecía normal verlo solo y con prisas, sin ser conscientes de la enorme responsabilidad que conllevaba su cargo. La vida universitaria parecía más natural e informal entonces. Así llegamos todos, llenos de inconsciencia, desde nuestros pueblos a aquel campus construido en lo alto y de difícil acceso. A pesar de ello, los estudiantes de Ciencias de Leioa salían formados y preparados de manera envidiable.
Hoy en día sería impensable ver a un rector dirigiéndose solo a un comedor universitario, pues el perfil del puesto ha evolucionado, asumiendo una gran carga de representación pública.
El grupo de colegas del bocadillo podía cambiar. No siempre éramos solo unos pocos matemáticos de la clase. Había otros vínculos que regularmente generaban nuevos adeptos, aunque fueran esporádicos. Algunos tomábamos clases de Física en euskera en un grupo donde confluían alumnos de otras carreras, lo que expandía el círculo. Otros traían a alguien de su piso, de su pueblo o ciudad de origen. Si algo tiene de bueno la vida universitaria, es la cantidad de sorpresas con las que uno puede encontrarse en la tupida red social que constituye el colectivo de estudiantes.
Recuerdo, por ejemplo, haberme encontrado una vez en el bus de Bilbao con un fraile que fue profesor nuestro en La Salle de Eibar durante la extinta Educación General Básica (EGB) y al que no había visto en seis u ocho años. O comprobar, el primer día de carrera, que en mi clase había otro chico de Eibar al que no veía desde hacía cuatro años, cuando elegimos distintos institutos para el Bachillerato Unificado Polivalente (BUP), también ya desaparecido. Pero claro, Eibar es una ciudad, como Tokio o Nueva York…
En la universidad reinaba la ley universal según la cual uno conoce más a los mayores que a los menores. Mi quinta, la del 61, fue la que estrenó EGB, BUP, COU y la Selectividad, entre otros experimentos educativos. Por tanto, los nacidos en el 60 iban dos cursos por delante, lo que generaba una distancia sideral. Nosotros conocíamos a los que se distinguían entre ellos, mientras que ellos ni nos veían. Para que luego digan que los materiales que permiten la invisibilización, como en Harry Potter, son un invento reciente.
De hecho, lo de la invisibilidad es complejo y discutible. Tengo un amigo invisible que dice vivir en una paradoja, pues asegura que los invisibles se ven entre ellos. ¿Cómo entonces se puede ser invisible si se es visto por los pares? Pero eso es otro tema.
La cuestión es que entre los del 60 había algunos estudiantes que se distinguían. Algunos de ellos son ahora famosos artistas, científicos, escritores, políticos, industriales… Entre ellos había un tal Iñako, al que conocía por las actividades en torno a la ciencia en euskera. El despacho de los profesores de “Euskara Zientifikoa” era un punto de encuentro donde la fusión era rápida. Éramos un nutrido grupo los que acudíamos buscando asesoramiento, intentando transformar el protoeuskera que sabíamos de casa o de la escuela en un lenguaje científico normalizado. Recuerdo aquel despacho como grande, aunque seguro que no lo era. Los profesores, además de conocer bien su oficio, eran amables y siempre estaban disponibles. Los tengo muy presentes: Kepa, Martxel y Txankar.
Era un buen lugar para conocer a otros estudiantes de otras disciplinas. Todos teníamos nuestros sueños, más bien maximalistas, y cada uno su estilo. Aquel despacho y las actividades que en su entorno se generaban funcionaban como una eficaz turbomix social.
A esas edades, todo ocurre rápido, y pronto la gente se segrega entre los que uno aprecia y admira y los que no. Aquellos que uno tiene la fortuna de estimar se convierten fácilmente en entrañables e inolvidables referentes, aunque el río de la vida empuje a cada uno en diferentes direcciones.
Luego llegó la beca de doctorado, esa que ahora hemos descubierto que no cotizaba a la Seguridad Social, pero que nos hizo felices y nos dio una oportunidad de oro que aprovechamos al máximo. Por entonces, el Departamento de Educación del Gobierno Vasco era una pequeña familia y a los becarios se nos trataba con el mimo que merecen los pequeños de la casa.
Los próximos veinte años pasarían rápido, casi siempre en la diáspora. A pesar de la distancia, siempre mantuve contacto con Leioa y los compañeros de la Universidad. Me solía enterar, aunque fuese un poco tarde, de quienes iban sustituyendo a nuestro rector Monreal. Sería allí por el 2005 cuando supe que había sido elegido un tal Juan Ignacio Pérez Iglesias. No me sonaba. Al ver las fotos, constaté que era Iñako, ahora con traje, pero inconfundible. No puedo decir que me sorprendiera. Era, sin duda, uno de los elegidos para hacer bien lo que él decidiera hacer.
Parece que no fui el único que no identificó al rector electo por su nombre. Un colega me contó que cuando preguntó por el elegido a otro profesor que solía estar más enterado, le respondió que se trataba de “un tal Pérez”. Parece ser que esto no fue un evento raro, hasta el punto de que el propio Juan Ignacio se hizo eco de ello y tituló una de sus columnas de opinión y divulgación en prensa como “Un tal Pérez”.
Han pasado otros veinte años. En realidad, la vida pasa rápido y consiste en cuatro o cinco tramos de veinte años, aunque esta mañana me alegró saber que una mujer de más de cien años acaba de terminar la carrera en una prestigiosa universidad americana. Hay, por tanto, también un sexto tramo para los elegidos.
Confieso que hace unos días leí con interés los nombres de los nuevos consejeros del Gobierno Vasco, no tanto porque espere que algo vaya a cambiar, pues el mundo parece tener el motor gripado, sino porque tengo una excelente opinión sobre el nuevo lehendakari, basada en el contacto profesional que mantuve con él cuando lideraba la agencia de atracción de talento de la Diputación de Bizkaia.
Y mira por dónde, el tal Pérez, Juan Ignacio, Iñako, aparecía de nuevo en la quiniela, esta vez como Consejero de “Universidades, Ciencia e Innovación”. Me alegré mucho por varias razones. Primero, por la denominación de la cartera y lo que supone para los académicos, científicos y tecnólogos vascos y para el país. Segundo, porque el Lehendakari ha demostrado valentía, capacidad de innovar y de apostar. Y tercero, por Juan Ignacio, porque a pesar de la losa de responsabilidad y trabajo que le cae encima, se trata de un gran honor que merece sobradamente.
No me corresponde a mí decir lo que debe hacerse. Creo que hay un consenso bastante amplio en la comunidad científica sobre algunas de nuestras carencias y sobre lo difícil que es mejorar.
En una de las treguas del COVID, tuve ocasión de asistir a un acto oficial con un puñado de personas en la embajada alemana de Madrid. No sé bien si me invitaban como alemán o español. Yo, por si acaso, dije que era de Eibar. El ministro de Ciencia también estaba presente y dijo una frase que nunca olvidaré: “Es muy difícil lanzar ningún programa nuevo desde el ministerio”. Pocos días después, su cartera cambiaría de responsable.
Sabemos que es muy difícil. Somos parte del estado que nos da el DNI y que establece en gran medida el marco en el que se desenvuelven nuestras universidades y nuestra ciencia. Pero más allá de eso, y más importante aún, compartimos educación, usos y costumbres, que hacen que incluso las nuevas estructuras pronto se devalúen y confundan con las viejas. Todos los principios básicos del comportamiento social se ven reflejados en nuestra ciencia, incluido el del retorno a la media.
Hacer que el barco se mueva será una tarea titánica. Pero el nombre con el que se ha bautizado y botado, y el capitán elegido, son los adecuados.
Matemático. FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid