Finalizaba mi último artículo (Milei=Hayek) diciendo que un sistema ideológico (en este caso, el neoliberal) que como todos los grandes sistemas (cristianismo, islamismo, comunismo…) tiene vocación de expansión universal y, para materializarla, no reparará en medios. ¿La guerra? Si es necesaria para el sistema, ¿por qué no?
No sé por qué algunos relatos, momentos, sucesos… se gravan en la mente de uno y permanecen inalterados a lo largo de toda la vida. La verdad es que no me importa por qué eso ocurre (se lo dejo a los psicólogos). Solo me importa el hecho, ese que de una manera u otra busca cobijo en el inconsciente y va modulando positiva o negativamente la concepción que uno tiene del mundo y de la vida y, acaba, finalmente, decidiendo nuestra conducta.
Uno de esos hechos que ha determinado mi predisposición frente al militarismo y mi aversión a la guerra tuvo lugar hace, más o menos, 70 años. Sucedió que, mi ama, en el balcón de la casa de Lasaenea, en Urepel, con el bucólico manto verde de los prados bajo navarros a sus pies, nos contaba a sus tres hijos mayores, -apuntando con un dedo de su mano derecha los caminos que se perdían en las montañas-, el momento de la irrupción, en esas tierras de la frontera que divide a los vascos, de la avanzadilla del ejército nazi para ultimar la conquista de una Francia entregada por el gobierno de Vichy.
Por el tono de su voz y el énfasis empleado en la pronunciación de determinadas frases pudimos deducir que el momento no había sido demasiado agradable. Más bien, debió sentir, en medio de aquel, hasta entonces, eterno oasis de paz y tranquilidad, una mezcla de tristeza, rabia y miedo a lo desconocido o algo similar que, a decir verdad, a tenor de las veces que, a lo largo del tiempo, volvió a contar la misma historia, le marcaron para siempre.
Una gran cantidad de vehículos militares, -decía-, ocupados por juveniles y casi imberbes soldados henchidos de espíritu patriótico, exultantes por cada metro de avance y conquista sin resistencia, profiriendo a coro gritos de exaltación del imperio nacional socialista, hollaron las estribaciones del Lindux sin llegar a Orreaga, las campas de Isterbegi sin asaltar el monte Adi, el bosque de Quinto Real… sin reparar en su belleza, para colocar la versión nacional socialista de “la pica en Flandes”.
Aunque en la zona, hubo llamada a la juventud “a filas” (algunos jóvenes no volvieron), -siguió diciendo ama- no hubo tiros, ni estruendo de bombas, tampoco, los cinco años de ocupación y de “convivencia” con el enemigo, fueron tiempos de felicidad. Los sistemas de temor, vigilancia y control estricto establecidos por los nazis en esas tierras fronterizas hicieron mella en una población acostumbrada a vivir en la creencia de la licitud del pequeño contrabando hecho norma y medio de vida, en la secular rutina del cultivo de sus campos y la libertad en la naturaleza.
Debo confesar que, tras escuchar esa vivencia, -que, en sí parecería tener poco de especial más allá de la propia anécdota-, ya nada fue igual para mí. De manera recurrente, cada cierto tiempo, he pensado en la guerra, en el porqué de las guerras, y, en particular, por qué se produjo la Segunda Guerra Mundial. Desde un plano general, en todas las contiendas bélicas, más allá de las razones oficiales (dinásticas, religiosas, ideológicas, de conquista, de reparación de agravios patrios…) las causas esenciales y primeras, las verdaderas causas, han permanecido siempre y seguirán permaneciendo ocultas.
¿Alguien conoce, por ejemplo, las verdaderas razones de la guerra en Ucrania? ¿Y… del genocidio en Palestina? Y… ¡Nada justifica la barbarie! Y el único resultado cierto es que, en las guerras, se mata y que, en la totalidad de ellas, afloran los instintos más básicos, negativos y deleznables del ser humano. Y que…, frente a esta realidad, desaparecida la otrora justificación divina, ya no existe forma humana de legitimarlas. Desde un punto de vista particular, la Segunda Guerra Mundial, con sus 70 millones de muertos (al escribir esta cifra se me hiela la sangre) es el paradigma de la brutalidad, el salvajismo, la animalidad, la sinrazón, la locura… de la que no se salvan ni los países que conformaron el Eje ni aquellos que formaron parte de los aliados, sea quien sea el que construya la narrativa histórica.
Si consultamos los libros de historia comprobaremos que, el crecimiento del fascismo italiano en la década de los años 20; el militarismo japonés de los años 30 y la invasión de China, el ascenso al poder del partido nazi en Alemania con Adolf Hitler a la cabeza la invasión de Polonia por la Alemania nazi; la subsiguiente declaración de guerra de Inglaterra y Francia a la Alemania nacional socialista…, suelen ser las razones que con frecuencia se esgrimen como causas de la guerra. En el momento actual podríamos hacer un paralelismo con algunos de los supuestos y acabaríamos preguntándonos: entonces… para qué se hizo la Segunda Guerra Mundial, si 85 años después no seguimos encontrando explicación a tamaño despropósito.
Probablemente, todas ellas forman parte de la razón, pero ninguna de ellas es la verdadera razón. Esta, tuvo que ver, no con un hecho concreto sino con algo mucho más profundo y esencial: ¡la refundación del sistema ideológico capitalista mediante la adaptación de sus elementos constituyentes a la lógica expansiva que exige un modelo ideológico universalista, para el disfrute del poder por las élites imperialistas angloamericanas!
Y si esto resulta muy abstracto les diré que no lo es tanto. El capitalismo como sistema ideológico, en sus orígenes, para la disolución del orden feudal y su conformación en los siglos XVI, XVII, necesitó de cuatro elementos fundantes: un sistema de valores (el protestantismo ascético con el individuo egoísta como prototipo); un nuevo modelo político (el liberal de Locke con la propiedad privada como derecho natural y piedra angular); la superación de la economía natural y la asunción de la economía monetaria abstracta y, finalmente, una nueva lógica (la racional cartesiana).
La evolución y el consiguiente constante aumento de la complejidad del sistema capitalista moderno, -sin necesidad de remontarnos a los dos primeros siglos-, ha exigido constantes reajustes como respuesta a las crisis sobrevenidas o provocadas. No obstante, las dos guerras mundiales, las del 14 y 39 del pasado siglo, superaron la condición de simples reajustes. Con ambas, se abordó la refundación del propio sistema para la adaptación del modelo a los nuevos tiempos en aras de la materialización de lo que está en la genética de todo “ismo”, la aspiración a su expansión universal.
El “gran logro” último del sistema capitalista en la globalización neoliberal, sobre la base de sus reajustes y refundaciones, proclamando el dogma de la autorregulación, ha sido la expulsión de la ecuación al individuo (ciudadano o político), convirtiéndolo en un medio cuya razón de su existencia es la del servicio que activa o pasivamente preste al sistema. No sé hasta que punto somos conscientes de que estamos atrapados en el bucle infernal y diabólico de un sistema en el que ya no somos su razón de ser, -si en algún momento lo fuimos-, y que necesita de la guerra para “perpetuarse”.
Escuchamos a los líderes europeos, -al servicio del sistema-, hablar de la posible guerra en Europa con la frivolidad consustancial a la conversación en la barra de un bar y… nada nos mueve; vemos en la distancia la guerra de Ucrania y solo nos preocupa la repercusión en nuestra cesta de la compra; observamos la masacre, el genocidio del pueblo palestino, y pensamos que, eso está muy lejos… y, en el fondo que poco nos incumbe. Si la guerra es necesaria para el sistema, ¿qué nos queda de humanidad, que nos quedará a la Humanidad en el futuro?
Catedrático emérito de la UPV/EHU. Autor de ‘Algunas claves para otra mundialización’