La montaña rusa en la que la política española se encuentra instalada en los últimos meses dificulta en gran medida un análisis sosegado y de medio-largo plazo del escenario en el que nos encontramos. Tras los comicios gallegos de febrero, sin solución de continuidad, hemos pasado de una larga precampaña vasca que, a modo de aperitivo, presentaba a nuevos protagonistas principales como cabeza de cartel y la posibilidad de un sorpasso en Euskadi a, tres semanas después, degustar unos resultados electorales catalanes que suponen una transformación profunda de su geometría parlamentaria y que patentizan, además, un panorama de incierta gobernabilidad. Entre medias, los ciudadanos fuimos deleitados con un plato extra, fuera de la carta y totalmente de autor, en forma del stop & go presidencial de cinco días de la mano de Pedro Sánchez. Finalmente, este peculiar menú degustación político primaveral concluirá –al menos, de momento– con las elecciones europeas de junio, servidas a modo de postre en la mesa de los confundidos ciudadanos. Todo ello, aderezado con Comisiones de Investigación múltiples, cartas de recomendación poco recomendables y Consejos del Poder Judicial caducados desde hace más de cinco años: un Dragon Khan que, cuando parece que está deteniéndose y nos permite un respiro, se acelera y desciende en picado de forma repentina hasta quitarnos el aliento y dejarnos nuevamente en vilo.
Tratando de poner el foco exclusivamente en Euskadi, tras los resultados del 21 de abril, todo apunta a que la coalición de gobierno PNV-PSE volverá a reeditarse, con alguna prima hacia los socialistas por sus proporcionalmente mejores resultados con respecto al PNV en comparación con la cita de hace cuatro años. La consigna transmitida es de tranquilidad, de continuidad del proyecto con aires y actores renovados –Pradales por Urkullu y Andueza por Mendia, principalmente–. Todo ello, después de, como antes indicábamos, unos meses de incertidumbre en los que EH Bildu se postulaba a superar en escaños e incluso en votos al PNV y, de esta manera, poder abrir una nueva etapa en Euskadi con la Izquierda Abertzale como referente político principal. No se cumplieron esas expectativas, pero tampoco podemos perder de vista el muy importante ascenso de los de Otegi que, con más del 32% de los sufragios, empataron a 27 escaños con los jeltzales, y el desgaste sufrido por el PNV que, con nuevo candidato, pero con el empuje de la marca de siempre, se dejó en el camino 4 escaños y otros tantos puntos porcentuales en apoyo popular.
Un análisis en perspectiva histórica de los resultados electorales vascos en las citas autonómicas celebradas en el pasado nos muestra que, en general, el PNV ha mantenido una posición de dominio o referencia de cara a la gobernabilidad del país. La doble división de los partidos en el eje nacionalista-no nacionalista e izquierda-derecha, la radicalidad en los postulados de las distintas versiones con las que le mundo de la Izquierda Abertzale –Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Bildu– confluía a los comicios y la propia presencia de ETA, condicionaban las posibilidades de pacto tras las distintas citas autonómicas en las que, además, el PNV se alzaba sistemáticamente con la victoria y un mayor número de representantes. Solo situaciones excepcionales habían cuestionado hasta ahora esa posición de dominio de los jeltzales: en primer lugar, como consecuencia de la escisión de Eusko Alkartasuna en los comicios de 1986 y, posteriormente, tras el apoyo del Partido Popular al socialista Patxi López después de unas elecciones (2009) en las que, no lo olvidemos, el mundo de Batasuna vio ilegalizadas sus distintas plataformas electorales.
Los datos anteriores abonarían la idea de la existencia de un sistema multipartito con partido dominante pues, a pesar de existir múltiples actores con presencia parlamentaria de diversa importancia a lo largo de los años, la sociedad vasca había otorgado al PNV en las distintas elecciones autonómicas una posición preeminente de cara a la gobernabilidad del país. Ciertamente, el PNV no ha gozado de mayorías absolutas que le permitieran gobernar en solitario con total libertad, pero sí que ha ostentado con continuidad la posición de eje vertebrador de la política vasca desde la que, gracias a pactos con distintos actores, poder comandar los designios de Euskadi sin una alternativa clara en el horizonte que pudiera poner en cuestión su posición de dominio.
El análisis anterior no puede obviar que el electorado vasco ha demostrado ser muy selectivo y, de hecho, la adición del componente estatal –principalmente, en elecciones generales– en ocasiones ha modulado de forma sustancial la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Buen ejemplo de lo anterior lo encontramos, sin ir más lejos, en los resultados del Partido Socialista de Euskadi en las citas del pasado 2023, en las que en menos de dos meses –de las municipales y forales de mayo a las generales de julio– aumentó su apoyo en casi 9 puntos porcentuales. O en las generales de 2016 en las que, por difícil que pueda parecernos en la actualidad, el hoy extraparlamentario Podemos se impuso con el 29% de los votos, por 24,9% del PNV, llevándose los morados 6 escaños por 5 de los jeltzales. Ello da muestras de una masa electoral consciente y exigente, no comprometida de forma perenne con unas siglas, que no duda en modificar el sentido de su voto dependiendo del contexto de la elección o de los candidatos en liza.
Pero, dejando de lado las votaciones a nivel del Estado, debemos preguntarnos si el progresivo ascenso en votos de la Izquierda Abertzale es sintomático de un cambio en el sistema que, en su caso, pueda hacernos dudar de la continuidad de ese multipartidismo con los jeltzales como eje dominante que antes mencionábamos. En el sentido anterior, ese eventual sorpasso finalmente no consumado podría ser indicativo del potencial advenimiento de un bipartidismo imperfecto, esto es, de una realidad en la que dos actores políticos principales –PNV y EH Bildu– pugnan por la gobernabilidad y, dependiendo de los resultados de cada cita electoral y, fundamentalmente, de su capacidad de acuerdo con los partidos menores, pueden alzarse con el ejecutivo en cada momento. Este dato constituye, en nuestra opinión, el elemento verdaderamente relevante del análisis de los resultados electorales de los últimos años, pues la Lehendakaritza puede llegar a perderse por una anomalía que, excepcionalmente, pueda presentarse en el funcionamiento del propio sistema –véase que, en unas elecciones con las listas de la Izquierda Abertzale ilegalizadas, el Partido Popular apoya a Patxi López como lehendakari–, pero la desaparición de dicha anomalía volvería las cosas a su ser –a la dominancia del PNV–, mientras que la consolidación de un cambio de sistema tendría a futuro unas implicaciones muy superiores, que se manifestarían no solo puntualmente tras unos comicios concretos, sino de forma recurrente y constante en la vida política vasca.
Que no hubiera sorpasso de EH Bildu al PNV y que el PSE y los jeltzales vayan a repetir fórmula de gobierno en la próxima legislatura no implica que nada se haya movido en la política vasca. Tampoco el sorpasso en sí mismo, o una potencial victoria electoral de la Izquierda Abertzale en, por ejemplo, las próximas elecciones europeas o unas generales que pudieran celebrarse en el medio plazo, constituiría por sí solo una prueba del cambio de sistema mencionado: baste recordar el periodo de la escisión con Eusko Alkartasuna y el descenso en votos y escaños de la marca PNV. En cualquier caso, deberemos estar muy atentos a la evolución que pueda producirse en los siguientes ciclos electorales para etiquetar el ascenso de EH Bildu como una anomalía temporal o, por el contrario, hablar de una posible consolidación en el sistema de partidos vasco del bipartidismo imperfecto en detrimento del multipartidismo de partido dominante que nos ha acompañado en las últimas décadas.
Profesor de la Universidad del País Vasco UPV/EHU