A Isabel y Juan

De vez en cuando, al enterarnos de la desgracia de algún amigo o conocido, buscamos en nosotros, en nuestra experiencia y en nuestro vocabulario, en nuestras vivencias y en nuestros conocimientos, la mejor manera de consolarle, las palabras o frases más oportunas, las más acertadas para hacerlo. No me refiero a una mera cuestión de cortesía, a un deber cívico o práctica social con los que queramos cumplir en todo caso, sino a ocasiones verdaderamente dolorosas que nos impactan hasta el punto de que necesitamos expresar algo sincero más allá de cualquier formalismo.

Entonces, en la búsqueda honesta de ese consuelo, de alguna forma útil de llegar a la persona que sufre, intentamos, por un lado, algo imposible de conseguir, tratamos de ponernos en su lugar. Ya sabemos que no sirve de nada, que el dolor no admite ese tipo de traslados, de contagios, de extensiones, pero hacemos el esfuerzo de todos modos para poder imaginar un mínimo atisbo de lo que el otro ve, de lo que piensa o de lo que siente, para poder tener una idea minúscula de algo que pueda aliviarle, aunque solo sea por un instante.

Y, claro, entre lo que queremos transmitirle hay siempre una parte relacionada con la vida, con la suya y con la existencia humana en general, una mezcla de consejo, ayuda, apoyo, inyección de ánimo, de energía o de la fuerza suficiente como para que ese individuo apreciado por nosotros se recupere pronto, salga adelante lo antes posible y de la mejor manera posible. En definitiva, lo que pretendemos es que encuentre razones para seguir viviendo.

A nosotros, los allegados, nos gustaría disponer de un bálsamo milagroso de efectos inmediatos, de un remedio eficaz que procurara alivio a corto plazo. En esos días o semanas posteriores a la tragedia en que hablamos o visitamos al afectado, nos gustaría incluso entrever cómo nuestras palabras o nuestros gestos de cariño y de compañía despiertan ya una reacción positiva en él, acaso el primer indicio de su deseo de continuar, de volver a disfrutar de algunas de las cosas que le hacían feliz.

Sin embargo, se trata de un proceso que exige tiempo, no es algo que pueda ocurrir de hoy para mañana. Como explica en La Vanguardia Francesc Torralba, un filósofo y teólogo catalán que perdió a su hijo Oriol, de 26 años, en un accidente de montaña el verano de 2023, “cada persona tiene su ritmo, pues la muerte de alguien próximo genera un caos, y recuperar el orden requiere un tiempo”. En esa misma entrevista, Torralba nos recuerda que el “duelo debe ser intermitente, es decir, que uno no puede evadirse permanentemente, porque no es la manera de hacer cicatriz, pero tampoco quedar expuesto al dolor todo el rato, hay que ir alternando”. Y añade que lo que sucede al cabo de ese periodo no puede llamarse superación, sino aceptación, que “aceptar o asumir son los verbos que más se adecúan”, los más apropiados para referirse a lo que pasa entonces.

Sí, en algunas de esas reflexiones que comparte con los lectores, Torralba coincide con Viktor Frankl, el psiquiatra, neurólogo y filósofo austriaco que dejó testimonio de su paso por Auschwitz y otros campos de concentración nazis en ese gran ensayo titulado en español El hombre en busca de sentido. A partir de su experiencia, también extrema y dolorosa, Frankl escribe que “ninguna situación se repite, cada situación reclama una respuesta diferente”; escribe que “una situación puede exigir al hombre que construya su destino con determinado tipo de acciones, o puede que le pida sencillamente aceptar su destino”; escribe que “cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptarlo porque el sufrimiento se convierte en su única y singular tarea, que tendrá que llegar a la conciencia de que ese destino doloroso le otorga el valor de persona única e irrepetible, y que es en su actitud frente al dolor donde reside la posibilidad de conseguir un logro excepcional”. En un pasaje posterior, Frankl vuelve sobre el ejemplo concreto del Holocausto y añade que “cuando se nos reveló el significado del sufrimiento, asumimos éste como una tarea a la que ya no queríamos dar la espalda. Descubrimos las ocultas oportunidades de enriquecimiento que llevaron al poeta Rilke a escribir: “¡Por cuánto sufrimiento hay que pasar!”.

A propósito del duelo por la muerte de su hijo, Torralba afirma que la última fase de ese proceso no es la aceptación, sino la gratitud. Recordando de nuevo a Oriol de una manera muy emotiva, dice: “Me siento afortunado de haberlo tenido, conocido, de haber podido educarlo y vivir tantas cosas con él”. He ahí un segundo y definitivo punto de intersección entre los testimonios de ambos filósofos mencionados aquí. Y es que la actitud de Torralba, el hecho de que, a pesar de todo, se sienta agradecido, refrenda esa declaración de principios con la que Frankl tituló su obra en alemán, Trotzdem, Ja zum Leben sagen, esto es, Y, sin embargo, decir Sí a la vida.

Escritor