Hacia la mitad del siglo XIX el italiano Cesare Lombroso fue un criminólogo y médico que defendió la idea de que puede descubrirse en los delincuentes ciertos rasgos físicos que los delatan. Estos rasgos van desde asimetrías craneales hasta la forma de la mandíbula o de las orejas. La tesis de Lombroso es muy peligrosa ya que impulsa la caza de los rostros del mal. Afortunadamente, en nuestros días la imputación judicial de un delito debe basarse en pruebas o, cuando menos, en indicios muy fundamentados, lo que a menudo no es así. La convicción de Lombroso respecto de las causas biológicas de la criminalidad era tan fuerte que sostenía que el delincuente nace, no se hace. El criminal nace con una predisposición de diversos orígenes hacia el crimen; sin embargo, deben concurrir una serie de factores en su persona para que llegue a la conducta criminal, entre los más frecuentes los factores de índole biológico y genético, las condiciones económicas, la ausencia de figuras parentales.

Recientemente, un juez español ha ido más lejos. Basta con detectar una “intencionalidad homicida”. No necesita observar el rostro del posible criminal para luchar contra los malos. Naturalmente, el juez no necesita mostrar hechos que prueben su maldad, es suficiente con estar convencido de sus intenciones. ¿Cómo se detecta esta intencionalidad?

La intencionalidad homicida estuvo presente en el Tsunami Democràtic, según algunos jueces. De hecho, un par de denuncias de policías que sufrieron las represalias de algunos manifestantes aseguran que temieron por sus vidas. La verdad es que, viendo las imágenes de la paliza colectiva que recibieron los independentistas, es difícil creer en la versión de las autoridades que ponen énfasis en que los mismos que cargaron una y otra vez con porras en colegios electorales sufrieron hostilidad verbal y física. Por lo demás, los relatos de los colegios electorales en las versiones policiales son respaldados por los tribunales, apoyándose en la llamada ley mordaza, según la cual la policía siempre tiene razón.

En mi opinión, el garantismo de la justicia española está contra las cuerdas. Las ocurrencias de algunos jueces, convertidas en delirios u obsesiones, pueden desatar todo tipo de tesis. Una de las últimas, la existencia de una trama rusa, según la cual, la Generalitat en manos de Puigdemont estaría al servicio de Putin, un cuento para párvulos, pero terrorismo al fin y al cabo, según acusaciones maniqueas de alta traición. Lo cierto es que la socialización de la represión puede adaptarse a medida que las circunstancias lo vayan exigiendo. El resultado fue y es una Ley Antiterrorista que es como un saco en el que cabe todo, incluso la recomendación de la mentira, la creación de una policía política, la manipulación informativa, la difusión y extensión de rumores e incluso la compra de periodistas y de quienes actúan como si lo fueran.

Durante años hemos vivido y lo seguimos haciendo bajo la sombra del llamado Plan ZEN, que fue aprobado por el gobierno del PSOE, en 1983, siendo ministro José Barrionuevo. El antiterrorismo es la bóveda de una arquitectura represiva ideada para desbaratar todo proceso soberanista en Catalunya como en Euskadi. El antiterrorismo con sus leyes excepcionales ha sembrado el miedo en la ciudadanía en la medida en que facilita arbitrariedad y agrava las penas.

No me canso de insistir en que terrorismo son aquellas acciones que generan terror. La mayoría de las acciones contra el poder nada tienen que ver con el terrorismo. Lo que ocurre es que el uso maquiavélico de la palabra la convierte en un contenedor para todo tipo de resistencia, protesta, e incluso acción democrática pacífica, como fue el caso de votar en Catalunya el 1 de octubre de 2017. El poder crea muchísimo más terror que quienes ejercen la desobediencia civil. Por ejemplo: cuando Israel comenzó a dar respuesta al terrorismo de Hamás dio un plazo de pocas horas a la población para que se desplazara hacia el sur de la franja, junto a la frontera con Egipto. Fue una espera aterradora, la de los gazatíes asistiendo impotentes a una cuenta atrás, que anunciaba el inicio de un genocidio, de su propio genocidio. Sea como fuere, es muy complicado llegar a una definición no ya única, o al menos unitaria de terrorismo. La ONU no lo ha logrado. La Unión Europea tampoco. Pero las diferencias no ocultan denominadores comunes. Todas las versiones, pongan el acento en la represión del Estado, en la violencia de grupos armados o en la autodefensa civil, no niegan que el castigo del terrorismo implica formas de violencia según sean los represores y los reprimidos.

La palabra terrorismo (así como terrorista y aterrorizar) apareció por primera vez en Francia durante la Revolución francesa (entre 1789-1799), cuando el gobierno jacobino encabezado por Robespierre ejecutaba o encarcelaba a los opositores, sin respetar las garantías judiciales. En realidad, existen más de cien definiciones de terrorismo, según un estudio hecho en Estados Unidos. La palabra terrorismo, su significado, es funcional a los intereses de quienes la usan en cada momento. Jueces que deciden que es terrorismo en el estado español, caen en la banalidad y la prevaricación cuando dicen que el tsunami catalán fue terrorismo. Y lo dicen a sabiendas de que ETA mató a 853 personas.

Ahora hemos sabido que la fiscalía de la Audiencia Nacional ha enviado una carta al juez García Castellón recordándole que “ser vasco no es delito”. Y es que el citado juez no para de fabricar acusaciones “antiterroristas”, últimamente a propósito de los ongi etorris. Si se piensa bien, con calma, hay que reconocer que dicha carta es terrible: “Ser vasco no es delito”, le recuerda un fiscal a un juez.

Así pues, terrorismo es un término que ha sufrido un abuso de lenguaje por parte de los Estados que intencionadamente pretenden desacreditar a sus enemigos. Así los nazis llamaban terroristas a los judíos que se rebelaron en Varsovia; en la Sudáfrica del apartheid se decía que muchos negros hacían actividades terroristas; los franceses dijeron lo mismo de los argelinos que se opusieron a la dominación de Francia (y que en algunos casos utilizaron métodos terroristas). Durante el siglo XX se acusó indiscriminadamente de terroristas a múltiples guerrillas sudamericanas; incluso asociaciones no violentas, como las argentinas Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo, también fueron consideradas –y aún lo son por algunos sectores– como organizaciones terroristas.

Recuerdo ahora el magnífico libro del historiador judío Ilan Pappé, Limpieza étnica en Palestina, en el punto en que reproduce las siguientes palabras del general judío y sionista Yigal Allon, en el marco de una reunión liderada por Ben Gurion, en 1948: “Existe ahora la necesidad de una reacción fuerte y brutal. Necesitamos ser certeros a la hora de elegir el momento, y elegir los blancos oportunos de nuestros golpes. Si acusamos a una familia, necesitamos dañarla sin piedad, lo que incluye a mujeres y niños. Durante las operaciones de limpieza no hay necesidad de distinguir entre culpables y no culpables”. Fue bajo las consignas de Tomar, Ocupar y Expulsar que fueron destruidas unas setecientas aldeas y poblados palestinos y obligados a abandonar sus territorios más de 350.000 civiles. En estos días miles de menores de edad son asesinados en Gaza por un terrorismo de Estado.

A pesar de la dificultad de llegar a un consenso internacional, la ONU recuerda que terrorismo son los actos criminales, inclusive contra civiles, cometidos con la intención de causar la muerte o lesiones corporales graves o de tomar rehenes con el propósito de provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en determinada persona, intimidar y aterrorizar a una población. La limpieza étnica de Palestina llevada a cabo durante los últimos 75 años, no deja lugar a dudas de qué es terrorismo, otra cosa es cómo se clasifican los delitos.

Un hecho brutal: la jueza argentina Delia Pons expresó en 1978 a la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, la doctrina jurídica que sostenía en materia de hijos de personas calificadas como terroristas por el Estado: “Estoy convencida que sus hijos eran terroristas, y terrorista es sinónimo de asesino. A los asesinos yo no pienso devolverles los hijos porque no sería justo hacerlo. No tienen derecho a criarlos. Tampoco me voy a pronunciar por la devolución de los niños a ustedes. Es ilógico perturbar a esas criaturas que están en manos de familias decentes que sabrán educarlos como no supieron hacer ustedes con sus hijos. Solo sobre mi cadáver van a obtener la tenencia de esos niños”. La jueza Delia Pons defiende así la no devolución a sus padres y madres de niñas y niños secuestrados en Argentina.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo