Aveces la literatura ilumina rincones que ayudan a comprender la vida de maneras que la teoría no termina de alcanzar. La buena literatura no está hecha de personajes planos de una sola lectura, no está construida sobre situaciones de una sola cara, sino que nos presenta escenarios complejos y caracteres multidimensionales que vamos descubriendo poco a poco, que tienen perfiles que uno no puede predecir y que seguramente nunca llega del todo a comprender.
Para afrontar la política conviene aceptar las limitaciones de la teoría. Lo público está construido de pasiones y de una infinita combinación de sensibilidades y emociones que se interrelacionan de formas impredecibles. La literatura nos familiariza con formas indirectas de acercarnos a la política. He leído estos días dos magistrales ensayos que hablan de esto y que no me resisto a compartir con ustedes.
Robert D. Kaplan es un periodista y analista especializado en conflictos internacionales que tras 50 años de recorrer las situaciones más complejas –y de haberse equivocado gravemente más de una vez– busca otra forma de enfocar los problemas morales que le han ocupado toda la vida. Kaplan encuentra en la tragedia clásica la aceptación de los límites de lo que la voluntad humana determina y la naturaleza imperfecta de los dilemas en el mundo real, pero al tiempo el irrenunciable compromiso de cada uno por hacer lo que debe en las circunstancias que le tocan. Lo cuenta en La mentalidad trágica, editado por RBA. La tragedia no presenta un marco plano de opciones, sino que “gira en torno a unos fines defendibles todos ellos desde el punto de vista moral pero incompatibles entre sí; elegir entre el bien y el mal sería demasiado fácil”. En una frase deliciosa Kaplan explica que “los mapas son el comienzo imprescindible de un buen conocimiento de los acontecimientos internacionales, pero solo con Shakespeare se puede llegar a comprenderlos de verdad (…) la sensibilidad requerida para entender esos hechos – la comprensión de las pasiones y los instintos de los líderes políticos – es shakespeariana”. Esquilo y Sófocles enseñan “no tanto una teoría como una sensibilidad” que conviene contemplar para entender los conflictos internacionales.
El otro ensayo es El tirano (Alfabeto). Su autor, Stephen Greenblatt, uno de los historiadores de la literatura más conocidos y premiados, defiende que a veces podemos pensar mejor el mundo no abordándolo directamente, sino desde un ángulo oblicuo, desde perspectivas marginales e indirectas. En Shakespeare los personajes que más se engañan a sí mismos no suelen ser los humildes, sino con frecuencia los poderosos y privilegiados que viven la ilusión de manejar los hilos. A menudo en Shakespeare es el bufón el que dice la verdad y el siervo el que muestra el camino de la decencia negando a participar en la inmoralidad.
Greenblatt relee las principales obras de Shakespeare para entresacar las claves que mejor nos permitan entender el presente. Esas historias nos muestran que, aunque “el populismo parezca una aceptación de los desposeídos, en realidad es una forma cínica de explotación”. Shakespeare nos habla de los ambiciosos autodestructivos que se mantienen a flote ahogando a los suyos hasta que perecen ellos mismos. Shakespeare, maestro del ángulo oblicuo, indagó en las formas que tienen las comunidades de desintegrarse o de autodestruirse sucumbiendo a los cantos de sirena del tirano moral y su populismo. Greenblatt quiso que Shakespeare le ayudara a entender la elección de Trump y me temo que, visto lo que acontece en los EEUU y en otros lugares, su ensayo sea más necesario ahora que nunca para ayudarnos a observar el mundo.
Vivimos tiempos en que necesitamos, además de lúcidos analistas del detalle, el hecho, la tendencia y el rigor, volver de vez en cuando a los clásicos. De alguna manera clásico es el autor o la obra que siguen vivos a través del tiempo precisamente porque mantienen la virtud de ponernos en nuestro sitio.