Cómo olvidar aquella pregunta de Pedro Sánchez en la campaña electoral de 2019, cuando una de sus promesas era que mandaría detener a Carles Puigdemont en Bruselas. “¿Y de quién depende la fiscalía?”, espetó al periodista que le había apostillado que una orden así no podía ejecutarla el Gobierno, sino el Ministerio Público. Ahí reside el pecado original de lo que, desde hace ya más de un año, estamos viviendo a medio camino entre la comedia bufa, el psicodrama lisérgico y el thriller político de baja estofa. Si el titular de la fiscalía general del Estado no fuera designado digitalmente por el Ejecutivo en función de sus querencias políticas, quizá tendríamos otros problemas, pero estaríamos libres de este espectáculo nada edificante. El problema se agrava si, como es el caso de Álvaro García Ortiz, el fiscal actúa sin el menor rubor como un apéndice más del gabinete y del partido que lo lidera.

Aclaro en este punto que no, que ni remotamente estoy atribuyéndole la filtración de marras sobre los manejos del novio de Ayuso con Hacienda para que le rebajaran la multa por el delito que reconocía abiertamente. Hasta el propio auto que lo pone al borde del banquillo señala que la primera información sobre la cuestión la aportó el diario El Mundo, y luego hemos ido escuchando a periodistas muy serios de varios medios explicar que también disponían del material con antelación. Por descontado, no revelan la fuente, pero sí dejan meridianamente claro que el chivatazo no salió del entorno de la fiscalía. O sea, que todo apunta a que García Ortiz no fue el filtrador. Si la exigencia de dimisión se basa únicamente en ese hecho, no hay razón suficiente para que abandone su cargo. Sin embargo, la actuación posterior del fiscal resulta poco defendible. No se entiende su batería de guasaps instando a la utilización política del caso. Y se comprende aún menos que procediera a un borrado intensivo de sus dispositivos en dos ocasiones. Esa conducta, en cambio, sí justifica su salida, en mi opinión.