He encontrado la foto de casualidad. Una foto en blanco y negro en la que aparecemos mi prima Nerea y yo, de niñas, en la playa de Karraspio, con la isla, Garraitz, y las olas de fondo, jugando a ponernos los zapatos de nuestras madres. Parece exagerado, pero viendo la foto, he recordado el momento exacto en la que fue tomada, yo poniéndome esas sandalias blancas con un poco tacón de mi madre y mi prima aquellos zuecos. Recuerdo perfectamente cómo nos reíamos sobre unos zapatos para nosotras gigantes, dándonos la mano para poder andar con ellos sobre la arena mojada. 

Las sandalias blancas de mi madre. A veces no somos conscientes de la intensidad de todo lo que se vive en la infancia y cómo se nos quedan grabadas las imágenes, las sensaciones, los olores, los recuerdos.... Se quedan grabados en nuestra memoria con una intensidad que difícilmente podemos volver a experimentar de mayores. Recuerdo cómo jugábamos a ser mujeres, siempre con el referente de nuestras madres, y me doy cuenta de la responsabilidad de las y los adultos en la manera de explicar el mundo a las y los menores y su lugar en él, porque cada señal, cada mensaje, cada modelo de conducta que les ofrecemos queda marcada a fuego en su interior, igual que se me han quedado grabadas para siempre en mi memoria aquellas sandalias blancas. Recuerdo hasta el tacto suave de aquel cuero blanco. 

Pero me miro en la foto, y, de repente, me asalta otra imagen bien distinta, que he visto en la televisión: la de un niño palestino, no tendrá más de seis años, tiritando de miedo, solo, sin conocer el paradero de su familia, en medio de los bombardeos. Teniendo en cuenta cómo recuerdo yo todavía aquel instante feliz de mi infancia, no puedo imaginar con qué intensidad se va a quedar marcada en su mente el dolor y el pánico de este momento si tiene la suerte de llegar a adulto. Y en qué se va a transformar ese miedo.