Hace unos días estuve en el antibar. A la puerta del mismo había un gorila, lo cual ya daba alguna pista, pero como en vez de repartir soplamocos iba entregando a cada persona que entraba unos auriculares, nos pudo la curiosidad. Una vez dentro del garito, observamos que los auriculares desprendían luces de diferentes colores −amarillo, verde y azul− y no tardamos en caer en la cuenta de que cada una de estas dependía de la música que escuchabas a través de esos auriculares, la cual tú mismo podías seleccionar manipulando un botón. En el amarillo, rock, en el azul, electrónica, y en el verde, reguetón.

En principio, parecía una buena idea, así cada cual podía escuchar su música preferida o incluso enviar señales a los demás sobre sus gustos, si lo que pretendía era hacer amigos o incluso follamigos. También resultaba bastante divertido ver a los diferentes grupos y descubrir la heterogeneidad de los mismos, pues en la misma cuadrilla podías encontrarte con alguien rascando en el aire una guitarra imaginaria junto a otro que perreaba y al lado de los anteriores a uno más haciendo el robocito. 

El problema era cuando querías decirle algo a alguno de tus acompañantes, porque tenías que quitarte los auriculares, y entonces descubrías varias cosas: que la mayoría de la gente canta fatal; que el rock es imbatible frente a otros estilos cuando se trata de corear las canciones; y, lo más inquietante de todo, que en realidad ¡nadie hablaba con los demás! (más allá de un “Ahora vuelvo, que me estoy meando viva”). 

De acuerdo, todos hemos estado en bares en los que la música estaba alta o a los que hemos entrado precisamente por la música, a escucharla o bailarla, en lugar de a hablar de Dostoievski, pero también es cierto que a la mañana siguiente nos hemos levantado afónicos porque hemos tenido que gritar, sobreponer nuestra voz a la de King África o la de Evaristo, incapaces de refrenar la necesidad de comunicarnos; o que incluso cuando solo hemos bailado, la música era una comunión, algo que compartías con el resto, te gustara más o menos, creyeras más o menos en ella, te sintieras excomulgado si lo que sonaba te horripilaba, porque también podías mostrar tu disconformidad, tu falta de fe, boicoteando la canción, apoyándote en la barra o convirtiendo tu manera de mover el esqueleto en una chirigota, en una danza de la muerte que ridiculizaba esa música. Lo importante, en realidad, lo que había que respetar, no era la música, sino el bar, el bar como institución social, como espacio de encuentro, incluso como patria o ideología común…

En el antibar, por el contrario, la música, los auriculares, se convertían en la negación de buena parte de todo eso, en otro tentáculo más de la hidra del individualismo propio de esta sociedad tecnológica en la que vivimos y en la que las redes solo sirven para atraparnos y aislarnos del resto, no vaya a ser que nos juntemos y se nos ocurra algo. ¡Hala, cómo se pone! Bueno, sí, en realidad supongo que quien entra a ese local lo hace, como lo hicimos nosotros, de manera puntual, por curiosidad o como experiencia zoológica; o que, en realidad, los dueños del local ofrecen ese servicio para reducir decibelios o sortear alguna normativa municipal.  

En realidad, si cuento todo esto es porque el otro día escuché en la radio que el año que viene el bono cultural para jóvenes incluirá también los espectáculos taurinos. Es decir, la tortura animal convertida en cultura y como incentivo para despertar entre la chavalería los aspectos más creativos y sensibles de su personalidad. ¡Toma antibar! Va más allá, de hecho, que el antibar: es como si en este añadieran otro color a los auriculares −rojo sangre, por ejemplo− e incluyeran un canal en el que se pudieran escuchar canciones de José Manuel Soto. ¡La anticultura! 

El mundo, en fin, se va a la mierda. 

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