Hay quien dirá que es normal lo que ha pasado con la primera ministra de Nueva Zelanda, porque las mujeres no tienen tanta capacidad para aguantar la presión, que, para estar en un cargo de primer nivel hay que estar muy preparada, sobre todo psicológicamente, y hay que ser muy fuerte. Lo que no dicen es que esa presión es doble para las mujeres, obligadas constantemente a demostrar su valía, a reafirmar su autoridad, a demostrar que merecen estar ahí. Jacinda Ardern ha dicho que se va porque no le queda energía, porque es humana y no puede más. En su país, algún periódico la ha llamado “la llorona” y se la ha tildado de demasiado débil.
Las reacciones ante su dimisión no hacen sino mostrarnos cuáles son aún los valores dominantes en nuestra sociedad. Habrá muchas distintas razones que hayan precipitado su marcha, pero en el desgaste sufrido algo tendrá que ver que haya tenido que soportar, como cualquier mujer en un cargo de alta responsabilidad, una presión extra, que haya tenido un trabajo extra para demostrar continuamente que está a la altura. Porque la vara de medir la valía de una mujer siempre es diferente.
Recordarán que, tras un encuentro con su homóloga finlandesa, Sanna Marin, les preguntaron a ambas si se habían reunido porque son dos mujeres de edades similares, como si en lugar de salir de una reunión entre dos primeras ministras que hablan de las relaciones comerciales entre sus países, salieran de una fiesta de pijamas. Ardern se preguntó en aquella ocasión si esa cuestión se la habrían hecho a Barack Obama y al ex primer ministro de nueva Zelanda John Key, ya que ellos también tienen edades similares. Por supuesto que no. Hacer frente diariamente a todos los prejuicios sobre tu valía, tu autoridad, tu capacidad, desgasta. Habrá muchas razones tras la dimisión de Ardern, pero la presión extra por lo que se le exige a una mujer habrá influido. Se va, no por su debilidad, más bien por la fortaleza de todos los prejuicios contra los que ha combatido en su camino.