He de reconocer que me he vuelto un carroza. Con el paso de los años las prioridades de uno cambian y una de ellas son ya mis contadísimas salidas nocturnas, que pasaron a mejor vida. Sin embargo, me he animado esta vez un par de días a rememorar aquellos viejos tiempos donde siempre era de los últimos en llegar a casa llevándome alguna sorpresa chocante. Por si nuestros bolsillos no estuvieran temblando ya ante la carestía de la vida, algunos se empeñan en hacer su particular agosto en estos días festivos. Sucedió el viernes por la noche y por razones obvias me abstendré de citar el nombre del local para no herir sensibilidades. En la carta del establecimiento colocada encima de la barra se apreciaba con nitidez que el precio de unas patatas gratinadas ascendía a 4,95 euros. Cuando llegó la dolorosa, mi sorpresa fue que su coste se había elevado repentinamente hasta los 6,80 y me dirigí al camarero para pedir una explicación acerca de lo sucedido. Tras unos minutos de espera, se me acercó –supuestamente– la dueña del local para precisarme que no había existido ningún error en el precio porque era el fijado en otra carta que se sacó de la manga. Su respuesta olió a chamusquina, pero hice de tripas corazón y lo dejé pasar. Lo que está claro es que no me volverán a vacilar más en el susodicho local.