ivimos tiempos duros, que se desarrollan bajo una influencia muy intensa de graves problemas de proyección global. Casi sin habernos recuperado de las consecuencias del crac financiero, la pandemia vírica llegó como un tsunami imparable y, todavía sin haber superado esta, estamos directamente afectados por la guerra ucraniana. No cabe duda de que todos estos sucesos que superan con creces nuestra pequeña escala están impregnando los marcos con los que percibimos la realidad social, y que encuadran la agenda temática que nos interesa.

Ahora bien, si solo llegamos a ver que la evolución y el efecto de las cuestiones citadas adquiere un alcance mundial al que debemos supeditarnos, cosa que nadie puede negar, estaremos al borde de perder la visión de proximidad, que es donde realmente se dilucidan los hechos diferenciales que implican a personas y pueblos y se verifican las soluciones concretas que les afectan. El eslogan que insta a ‘pensar globalmente y actuar localmente’ es, por lo tanto, una simplificación absurda.

Es evidente que no somos indiferentes respecto a los efectos que las tendencias globales dibujadas pueden tener entre nosotros. Durante siglos, nos hemos batido en la búsqueda del equilibrio entre la identidad y la adaptación. Sin embargo, somos una comunidad que ha producido un modo de vida particular, intenso en lo cercano, al que históricamente se ha sujetado sin renunciar a mundializarse.

Podemos anhelar que el fruto de nuestro roble milenario (Gernikako Arbola) pueda extenderse por el mundo, pero sería pretencioso creernos en disposición del remedio universal para los males que aquejan a la humanidad entera, a las personas y a los pueblos. En realidad, lo que el himno de Iparragirre nos quiere significar es que, para que nuestra mirada moral a lo que ocurre en el mundo global sea realmente expresiva y nos comprometa, ha de realizarse desde la perspectiva particular del árbol de Gernika. La brillantez de la historia vasca, decía el lehendakari Aguirre, no proviene de las medallas, títulos y honores ganados por vascos en operaciones desarrolladas más allá del árbol legendario de Malato, sino que respondería a una admirable historia interna, construida en torno al respeto a la persona y a la obstinada lucha por su libertad y dignidad.

Hace un tiempo, Igor Calzada se refirió a una frase que Fidel Castro había dicho al lehendakari Ibarretxe, como queriendo reflejar la diferente perspectiva política que representaba cada uno. “Ustedes ven el mundo desde Euskadi, pero nosotros vemos Cuba desde el mundo”. El enunciado es breve, pero pleno de significado. Casi se podría decir que contiene la clave principal para entender lo que ha ocurrido en este país durante los últimos 60 años, y el antagonismo que, durante todo ese periodo, han mantenido las dos tradiciones políticas que mayor apoyo social tienen hoy mismo. Unos buscando incorporarse a lo europeo y global desde el arraigo y espíritu locales. Y otros tratando de importar al marco vasco la oleada de internacionalismo revolucionario de los 60.

La diferencia de puntos de vista sigue vigente. Hay fuerzas vascas que siguen instaladas en la mera transposición a Euskadi de modelos ideológicos globales. Frente a esta actitud, no se trata de negar los desafíos globales, sino de comprender que el compromiso y la acción que necesitamos para resolver todos nuestros desafíos se enraízan en el lugar concreto al estamos ligados por pertenencia. Lugar al que estamos unidos por recuerdos y sentimientos, y donde desarrollamos la gran batalla cotidiana por la vida. En cambio, esa transposición de pensamientos o remedios surgidos desde una posición ubicada en un inalcanzable arriba global, instando a que se asuma en la base de las sociedades o comunidades, solo puede triunfar por imposición o despersonalización. En esa tesitura, instituciones y sociedad civil podrían quedar troqueladas y la comunidad debilitada en su sustrato humano. No hay posición más limitativa para la práctica del autogobierno.

Desde luego, hay internacionalismos, globalismos o cosmopolitismos que desprecian a las comunidades nacionales o que quieren sacrificar las diversidades al servicio de un orden o sistema global. Esa no es nuestra perspectiva. Hagamos patria desde aquí, desde las comunidades locales, puesto que en ellas opera el principio activo de lo humano. Es en lo local, en lo próximo, donde las personas encuentran el entorno moral más adecuado para poder ejercitar al máximo sus potencialidades subjetivas y comprometerse para actuar, con una actitud libre y solidaria. Esta posición no tiene porqué significar desentendimiento de los retos o necesidades globales. Lo que pasa es que, en este contexto, lo global adquiere un claro sabor local. Como consecuencia, deberíamos constituir una agenda patriótica que sostenga sus determinaciones sobre lo global a partir de la observación con un prisma local vasco de lo que ocurre en el mundo. l

* Analista