a agresión del ejército ruso contra Ucrania nos lleva a evocar las graves penalidades que toda guerra lleva consigo. Cuando la gran tragedia de la destrucción y del sacrificio humano se debe a una embestida que busca acreditarse en el poder de fuego de los agresores, recordamos Gernika. Ciudad mártir y ciudad de paz. Pero no de una paz ingenua, sino de una paz que ha de encarnar la dignidad de las personas y de los pueblos libres. Mientras la dignidad humana esté en peligro y esté coartada la libertad nacional de los pueblos, se podrán vivir periodos más o menos prolongados de calma y seguridad, pero la paz será aparente y estará amenazada.

Esta es la tesis del lehendakari Agirre y sus colaboradores. La demostraron en su ejecutoria real. La visión que muchos vascos tenemos de la guerra es deudora de la experiencia política de aquella generación. No cabía bajar los brazos ante el brutal ataque militar contra el orden democrático. El recurso a la resistencia armada estaba legitimado por la agresión, aunque nuestro Gobierno entendió siempre que la justicia de la causa defendida no era suficiente para acreditarla. Además de que la causa justificara la movilización de una fuerza defensiva, esta debía ser activada y controlada por la autoridad legítima y representativa y la medida de la violencia utilizada en la resistencia debía ajustarse estrictamente a las normas para humanizar la guerra. Una conducta humana, según Agirre, que debía ser diametralmente opuesta a la de los agresores.

Aquel Gobierno Vasco puso todo su empeño en la humanización de la guerra del 36, buscando neutralizar una espiral de confrontación que en el estado desembocó en persecución, matanza y destrucción indiscriminadas. No se pudo controlar todo. Pero, el asalto a la cárcel de Larrinaga no empaña el balance de aquel Gobierno plural que logró el mantenimiento del orden, que trabajó por el respeto del pluralismo y las libertades, por su oposición a la política de tierra quemada, y por su avanzada política social. Sabían que en las guerras no solo se trata de salvar la dignidad, sino también había de cuidarse el sustento. “No nos arrepentimos de nuestra opción, ni perdemos memoria de aquellos hechos aun cuando sean episodios que pertenecen ya al pasado”, diría Agirre.

Ciertamente, no es fácil humanizar una guerra cuando el enfrentamiento se realiza contra un enemigo sin escrúpulos humanitarios. En la actualidad, las nuevas guerras provocan más víctimas civiles que militares. Las ciudades están en la diana de los bombardeos. En determinadas academias militares se está teorizando y defendiendo la ‘guerra sin reglas’. Además, siempre está presente el riesgo nuclear.

Ciertamente, la guerra se presenta como desigual para quien quiere humanizarla. Ahora bien, el frentismo al que impulsa la situación bélica puede empujar al encarnizamiento recíproco. Y si se renuncia a esta pretensión de humanización, hasta la mejor de las causas deja de serlo y finalmente sale derrotada. Es un error reducir la correlación de fuerzas a una balanza de armas y medios materiales. Las experiencias más recientes sugieren que, en territorio extraño, los ejércitos mejor equipados se muestran incapaces de consolidar un dominio prolongado e incontestable.

Es la fortaleza sostenida de la conciencia popular, que se manifiesta en la guerra como en la posguerra que le seguirá, la que saldrá finalmente triunfante. En ese caso, si la lucha contra la agresión del ejército de Putin no ha sucumbido bajo una espiral deshumanizadora, el resultado final será una nación ucraniana en la que prevalecerá el reconocimiento de la dignidad de las personas y el respeto a la convivencia de los pueblos que la componen. * Analista